Tweet |
El 17 de agosto de 1993 Miguel Bru fue torturado en la comisaría 9° de La Plata hasta su muerte. Su asesinato demostró la impunidad de la policía bonaerense, y la protección política y judicial. El caso sentó jurisprudencia, logró remover a un juez, pero todavía quedan muchas cuestiones pendientes.
La democracia argentina tenía diez años cuando en un diario platense aparecía una noticia breve: “Investigan la desaparición de un joven en la ruta 11”. Se trataba de Miguel Bru. Pasaron seis años hasta que un juicio oral condenó a los responsables de la tortura, asesinato y desaparición del estudiante de periodismo. Tenía 23 años. El cuerpo nunca apareció y la sentencia sentó jurisprudencia: se logró una condena por homicidio sin la presencia del cuerpo asesinado. Aun así se siguió –se sigue- buscando a Miguel. El expediente de su búsqueda estuvo abierto hasta hace cinco años, cuando fue archivado por la fiscalía N°7 de Virginia Bravo. La familia pide que se reabra y se retome la búsqueda de los restos del joven, pero hace falta que aparezcan nuevos elementos. La madre de Miguel, Rosa Schoenfeld de Bru, también reclama que se investigue al primer juez de la causa, Amílcar Vara: “Durante el jury a Vara, el procurador pidió que se investigue penalmente a este juez por su accionar. Pero esa causa fue cayendo de juzgado en juzgado y todos los jueces se excusaron por su condición de pares, porque eran compañeros de trabajo. Esa es una deuda pendiente”.
A principios de los 90 la Maldita Policía de la provincia de Buenos Aires “prevenía el delito” acosando jóvenes. Gobernaba “el Duhalde malo”, como se llamaba a Eduardo a secas para diferenciarlo de Eduardo Luis, “el bueno”. Su jefe de policía era Pedro Klodzyk.
Tienta pensar en la teoría del caos para repasar el destino de Miguel Bru: la queja de un vecino por una batería que sonaba fuerte en la casa de Miguel desató una tragedia. Pero el caos deja de llamarse así cuando es cotidiano. La práctica delictual de esa policía, la impunidad manifiesta de sus acciones, las causas armadas; su complicidad con fechorías como tráfico de drogas, piratas del asfalto y liberación de zonas habla de institucionalización del delito y no de excepciones. A esa policía denunció Miguel Bru después de que el llamado de un vecino quejándose por ruidos derivara en un allanamiento ilegal en la casa de la calle 69 n°281. Allí vivió Miguel con unos amigos hasta el 17 de agosto de 1993. Fue la última vez que se lo vio.
Rosa Bru supo desde el primer instante que algo grave había ocurrido. Pero su esposo Néstor era policía, confiaban en la institución. Una noche llegaron a su casa amigos y compañeros de La Escuelita –la Escuela Superior de Periodismo, de La Plata– y convencieron a Rosa de la necesidad de contratar a un abogado. En la investigación del periodista Pablo Morosi –¿Dónde está Miguel? El caso Bru. Un desaparecido en democracia (Marea)–, Rosa recuerda: “fueron los chicos, sus amigos y compañeros de Periodismo, los que nos abrieron los ojos, nos hicieron ver el hostigamiento del Servicio de Calle de la comisaría 9° hacia Miguel”. Esas jóvenes y esos muchachos sostuvieron a Rosa en su búsqueda, se involucraron en nombre de la amistad, y también porque en ese contexto de violencia y desaparición un joven puede ser todos los jóvenes.
Hoy se sabe que el terreno que pisaban buscando a Miguel había sido deformado por un articulado proceso de encubrimiento policial, con la venia judicial del ahora ex juez Vara. Mientras la causa por la desaparición de Miguel estuvo bajo su órbita no se registró un solo avance. Para el juez no había nada que investigar “sin cuerpo no hay delito”, repetía como mantra dark, malinterpretando la noción de “cuerpo del delito”. El juez pedía un cuerpo, pero por “cuerpo del delito” se entiende la suma de todos los elementos que permiten probar que se cometió un acto criminal.
Un jury de enjuiciamiento lo destituyó en mayo de 1998 por encubrimiento, abuso de autoridad y violación de los deberes de funcionario público en 27 causas, entre ellas la de Miguel. Al reclamar su destitución el procurador general de la Corte bonaerense, Eduardo de la Cruz, dijo: “Lo central aquí pasa por la actitud del juez frente a las denuncias por apremios ilegales. ¿Es razonable entregarle a la Policía sumarios en los que los integrantes de la fuerza debían investigarse a sí mismos? Enviar una causa de apremios a una comisaría es una broma macabra”. El caso de Miguel pasó a la órbita del juez Szelagowski. Se comenzó a investigar. El abogado de la familia fue el joven Omar Ozafraín, a cargo de la defensoría de pobres y ausentes N°8 de La Plata. Estaba convencido de que los defensores oficiales deben asistir también a las víctimas que no pueden pagar un letrado, no solo a los acusados.
El juicio llegó recién en 1999 y probó que Miguel fue detenido ilegalmente y torturado hasta su muerte en un calabozo de la comisaría 9° de La Plata. Cuatro personas fueron condenadas: a prisión perpetua el subcomisario Walter Abrigo y el suboficial Justo López; a dos años el comisario Juan Domingo Ojeda –“torturas posibilitadas por negligencia”–, y el suboficial Ramón Ceresetto –por fraguar el libro de guardia–.
Los policías condenados, pero también los que oficiaron de testigos y que esa noche estuvieron en la comisaría 9°, pueden ufanarse de su espíritu corporativo. Ninguno dijo la verdad. Miguel está desaparecido, la causa por la búsqueda de su cuerpo sigue abierta y ya se hicieron 36 rastrillajes. La pena del comisario Ojeda venció en enero de 2004 y su inhabilitación para ejercer cargos públicos en octubre de 2008. Ramón Ceresetto también cumplió con su pena y desde marzo de 2007 está habilitado para volver a la función pública. Walter Abrigo murió en la cárcel en 2003 y Justo López se encuentra cumpliendo la pena de prisión perpetua en Sierra Chica. Podría obtener la libertad condicional en octubre de este año, ya se le están concediendo 48 horas al mes de salidas transitorias. La familia Bru quiere que se juzgue también a los policías que fueron testigos, los que estuvieron esa noche en la comisaría 9° y, antes de contribuir con el esclarecimiento del crimen, ayudaron a taparlo.
Antes de que el caso fuera público, sus amigos comenzaron a organizarse. Cuenta el libro de Morosi “las primeras reuniones se hicieron en la casa que alquilaban Gastón Harispe y Pablo Tulián, una casona sobre diagonal 78. A dos cuadras, el departamento en el que vivían Cristian Alarcón y Josefina Giglio también se usaba para improvisar mitines, así como la vivienda que compartían Jorge Jaunarena y Antonia Portantieri”. El miércoles 22 de septiembre de 1993 en una multitudinaria asamblea estudiantil de La Escuelita se preparó la primera marcha reclamando una “investigación a fondo sobre la desaparición de nuestro compañero”. Convocaron a organizaciones sociales y a jóvenes para marchar desde la escuela de periodismo hasta los tribunales de La Plata.
La Asociación Miguel Bru fue una organización antes de decidirse a serlo. Cuando las marchas se visibilizaron, muy tímidamente comenzaron a acercarse otros familiares de casos impunes de violencia institucional buscando y recibiendo apoyo, acompañamiento, consejos. Es que no podían recostarse sobre otras organizaciones ya formadas porque en su agenda no entraba todavía la violencia policial contemporánea. El afán de verdad de los amigos y familiares de Miguel Bru fue referenciando al grupo como organización social. La desaparición del joven y la condena a sus asesinos echó luz sobre muchos casos que habían tenido a la Bonaerense como protagonista estelar del “gatillo fácil”. La sentencia, además, sentó jurisprudencia porque se condenó por primera vez sin cuerpo, como solo había ocurrido con los crímenes de la dictadura.
“La Bru”, con su insistencia, canales, contactos, fue armando redes sin saberlo. Hoy, además de asesorar a quienes se acercan a la asociación, patrocina legalmente casos de abuso policial. Y cada 17 de agosto realiza una vigilia en la puerta de la comisaría 9°. Hace 20 años que la pregunta está vigente: ¿Dónde está Miguel?
Tweet |