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A pesar de la gran cantidad de jueces que hicieron chicle el expediente, ni uno de ellos fue sancionado ni tuvo llamados de atención. Patrones comunes y complicidades en las causas que no reparan nunca ni nada.
Veintidós años es mucho. Para empezar, es más de lo que vivió Walter Bulacio antes de morir, a los diecisiete, tras su detención en una razzia desplegada por la Policía Federal cuando esperaba para ver en Obras Sanitarias su primer recital de los Redonditos de Ricota. Al sistema judicial le llevó eso, cuatro años más de los que tenía Walter, dictar una sentencia sobre el caso. El último eslabón de una cadena que incluyó más de cuarenta jueces fue el Tribunal Oral 29, que el viernes pasado anunció una pena de tres años de prisión en suspenso para el único acusado, el comisario retirado Miguel Angel Espósito, ex jefe de la comisaría 35 donde el chico sufrió la golpiza que desencadenó su muerte. El policía fue juzgado por privación ilegítima de la libertad, pero no por el homicidio.
La sentencia (dictada por los jueces Rodolfo Goerner, María Deluca Giacobini y Alejandro Litvack) dejó un sabor amargo, y a poco. Podría parecer a primera vista que se debe al delito que se le imputó a Espósito, que excluyó la muerte de Walter, o al bajo monto de la pena que el tribunal impuso, aunque fue más alto que el que pidió el fiscal Horacio Fornaciari, dos años. Pero tal vez no sea estrictamente eso.
Una pena de cumplimiento efectivo hubiera dejado sensación de mayor satisfacción en lo inmediato, pero a la larga tampoco habría sido suficiente. El quid de la cuestión es cómo se llegó hasta acá. Por qué. Qué tuvieron en mente tantos funcionarios judiciales que participaron en el expediente en todo este tiempo ¿Es sólo un problema de lógica burocrática? La incapacidad o resistencia del Poder Judicial a hacer autocrítica y revisar sus prácticas es ostensible.
Quizá el veredicto hubiera sonado distinto si el tribunal lo hubiera puesto en contexto, aunque sea con una breve explicación de cómo se arribó a este estado de cosas, casi a modo de disculpas, algo que aún tiene la chance de hacer cuando difunda sus fundamentos. Todo hubiera sonado distinto, además, si el imputado se ahorraba la escena en que agradeció a los jueces el trato que le dispensaron permitiéndole declarar y transitar el proceso por videoconferencia, debido a sus problemas cardíacos y achaques de la edad. Las garantías de los imputados son indiscutibles. La situación se enrarece cuando es tan obvio que el abogado defensor, Pablo Argibay Molina, trabajó dos décadas precisamente para que pasara el tiempo, con decenas de chicanas y planteos. Hubiera sido deseable que los familiares de Bulacio encontraran, aún en su desgracia, algún motivo de agradecimiento. Pero no sucedió.
El caso Bulacio simboliza el fracaso de la Justicia en su misión de reparar. Uno podría plantearse la duda: ¿es misión de la Justicia generar una reparación? Sí lo es. Ante violaciones a los derechos humanos --lo que es extensible a la violencia institucional-- la Justicia es una de las formas más importantes de reparación de las víctimas. Es irrenunciable. Lo dicen los Principios de Naciones Unidas contra la impunidad, y lo dice toda la jurisprudencia consolidada de los organismos internacionales de derechos humanos. Los tratados lo establecen. No es una facultad, es un deber. Y, además, es un deber cuyo peso no se puede hacer recaer en las víctimas y sus familiares, que son los que terminan poniéndose las investigaciones al hombro, remando en soledad.
¿Por qué la justicia no fue reparadora en este caso? Por lo pronto, el propio proceso judicial se volvió un lastre y una carga para la familia, que quedó destrozada. El papá de Walter intentó suicidarse, luego falleció en el año 2000. La madre tuvo secuelas psicológicas. Las únicas que pudieron seguir adelante con algo de fuerza fueron la abuela, María Ramona Armas, y una hermanita del chico asesinado, Tamara, que iba de la mano de ella a todas las marchas y a quien él ni siquiera conoció porque nació dos años después de su fallecimiento. Esa familia, que por lo menos contó con el sostén de la abogada de la Coordinadora contra la represión Policial e Institucional (Correpi) María del Carmen Verdú, a quien Tamara considera una tía, hasta tuvo que dar batalla para ser querellante, un papel algo básico para los parientes directos de una víctima de la violencia institucional, pero que los tribunales le negaron en el momento que dejó de investigarse el homicidio y que años después la Corte Suprema les devolvió.
Un repaso por los momentos medulares del derrotero judicial habla por sí mismo. Walter murió el 26 de abril de 1991, una semana después de su detención. La Cámara de Apelaciones sobreseyó a Espósito en 1992. La Corte lo rechazó un año después. Recién en 1995 se reabrió la causa, pero por privación ilegitima de la libertad. La fiscalía pidió 15 años de prisión para el comisario por las 73 detenciones. A partir de 1996, se agudizaron los planteos dilatorios de Argibay Molina. En 1997 la familia hizo la denuncia en la Corte Interamericana de Derechos Humanos. El Estado les ofrece indemnización, ellos dicen que no quieren plata. En 2002, prescribió la causa contra Espósito.
En 2003 la Corte Interamericana emitió un pronunciamiento sin el cual ni siquiera se hubiera llegado a un juicio oral. Dijo que Walter había sido víctima de una violación a sus derechos y que el Estado no ejerció su deber de custodia. Le exigió “las acciones enérgicas” que hiciera falta para “evitar la prescripción de la causa”, mandó a revisar la legislación vigente que habilitaba las razzias, una indemnización a la familia, que se investigue y sanción a todos los funcionarios, en especial alusión al aparato judicial.
La muerte de Bulacio marcó por peso propio el fin de razzias (aquellas detenciones policiales masivas indiscriminadas) pero desde el punto de vista de las leyes, pese a las recomendaciones del tribunal internacional, no se modificó prácticamente nada. La ley de averiguación de antecedentes, que habilitaba detenciones arbitrarias fue reemplazada por otra, de averiguación de identidad, que también deja una puerta abierta a prácticas abusivas. En las provincias a duras penas se modificaron códigos contravencionales y edictos. Las normas vigentes operan como “herramientas para el control –formal e informal– de ciertos grupos históricamente expuestos a persecuciones, extorsiones y violencia, como los varones jóvenes de los barrios pobres, los migrantes, los vendedores ambulantes, las personas que ejercen la prostitución, entre otros”, advirtió el Centro de Estudios Legales y Sociales en un comunicado.
En otro plano, la resistencia a investigar violaciones a los derechos humanos cometidas por las fuerzas de seguridad es una constante. Existe una sociedad tácita o sobreentendida entre jueces y policías, entre fiscales y policías también, de la que todo el mundo habla pero nadie desactiva. Ese círculo de protección mutua posiblemente explique muchas impunidades. Los jueces y fiscales necesitan a la policía para investigar (y los necesitan de su lado). Los uniformados necesitan a jueces y fiscales para ejercer poder y tener resguardo.
A pesar de la gran cantidad de jueces que hicieron chicle el expediente sobre Bulacio y de que la Corte Internacional dispuso investigarlos, ni uno de ellos fue sancionado ni tuvo llamados de atención. La jueza Alicia Iermini, quien retuvo la causa en un limbo de nueve años, tuvo apenas un amague de juicio político, que terminó archivado en el Consejo de la Magistratura gracias al voto favorable de los radicales y la abstención o ausencia de sus colegas jueces. Es un misterio además, cómo hizo el comisario Espósito para costear los honorarios de la defensa de Argibay Molina –quien fue abogado, entre otros, de Alfredo Yabrán-- estos veintidós años.
Por fuera de esta historia en particular, es posible advertir ciertos patrones comunes a las causas que no reparan nunca, ni nada: en ellas aparecen juntas o alternadas, las complicidades policiales, militares y de servicios de inteligencia. Investigaciones penales de gatillo fácil o violencia policial marcadas por ese karma hay cientos. La provincia de Buenos Aires es el reino de ellas. Y una práctica habitual es que las fiscalías deleguen la pesquisa en la propia policía investigada, como ha ocurrido –por ejemplo— en una decena de ataques y homicidios de menores de edad cometidos por policías o penitenciarios denunciados por el defensor penal juvenil Julián Axat.
Otro caso emblemático con esta impronta es el del asesinato del subcomisario Jorge Gutiérrez, hermano del intendente de Quilmes Francisco “Barba” Gutiérrez, quien fue asesinado de un balazo en la cabeza el 29 de agosto de 1994 cuando investigaba la llamada aduana paralela. Si bien se juzgó a un policía federal por el crimen, Alejandro Santillán, en dos años salió en libertad y recién ahora se ordenó el juicio contra el otro acusado, que se hacía pasar por policía, Francisco Severo Mostajo. De todos modos, está en estudio de la Corte Interamericana.
Tal vez uno de los procesos judiciales que más claramente reflejan esa trama que impide la reparación sea el del atentado a la AMIA, del cual se cumplirán veinte años en 2014. Hace diez empezaba el juicio oral que terminó poniendo en evidencia que toda la investigación había sido una farsa que impidió conocer la verdad en la que contribuyeron el juez Juan José Galeano, la policía en la figura de Jorge “Fino” Palacios y la ex SIDE en la de Hugo Anzoerreguy, entre otros, además de los funcionarios del gobierno menemista. Niguno de ellos todavía fue juzgado por el encubrimiento. Tampoco se volvió a juzgar la conexión local y la internacional es objeto de una gran controversia por el famoso Memorandum de entendimiento con Irán.
Y si uno revuelve más encuentra de todo: aún no se hizo el juicio por la explosión en la fábrica militar de Río Tercero ocurrida el 3 de noviembre de 1995, donde murieron 7 civiles, hubo más de 300 heridos, se destruyó un barrio entero y pruebas de la venta ilegal de armas a Ecuador y Croacia. Si no prescribió fue por una intervención de la Corte. Las últimas postergaciones son un logro del expresidente Carlos Menem, que está implicado, igual que directivos de Fabricaciones Militares. Los familiares esperan, como los de los 38 asesinados por la policía (bajo órdenes de Rubén Santos y Enrique Mathov) el 19 y 20 de diciembre de 2001, que con suerte y viento a favor tendrán juicio a partir del 10 de febrero, tras una intimación al tribunal oral de la cámara de Casación.
Así es la justicia que nunca repara: tiene jueces envueltos en una lógica burocrática, que le hacen el juego a las defensas, temerosos de la propia corporación (lo que hace que se vayan protegiendo unos a otros), son jueces que están pegados a prácticas dogmáticas y la letra estricta del Código Penal. Incapaces de abrir la mirada y leer los hechos en su contexto, en sus implicancias sociales y contemplando las marcas históricas –buenas o malas-- que pueden dejar. Son jueces –aunque hay loables excepciones, como se vio en el juicio por el asesinato de Mariano Ferreyra-- que se pierden una oportunidad, no sólo de reparar, sino de dejar un legado. Que a las historias de corrupción o la violencia institucional, las convierten en historias de violencia judicial.
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