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El linchador no es un sujeto concreto sino un lugar social. El director de la Biblioteca Nacional analiza las últimas noticias y advierte los efectos de ruptura que tiene para las invenciones políticas y los lazos sociales.
Toda comunidad busca una justificación utópica. O "temor" dicho, la idea de comunidad es en sí misma utópica. Transitaron por ella cristianos, proudhonianos, marxistas, sindicalistas, peronistas, socialistas. En la tradición sociológica, la comunidad es apenas una pieza homogénea, aldeana y maciza, de un mundo mayor heterogéneo, ambigua y sin opacidades posibles. Si la sociedad es el infinito del desorden controlado, la comunidad es el orden utópico. Ambas ideas se mostraron, muchas veces, útiles o amigables en su complementariedad.
Quizás podría decirse que los peligros que encierra el comunitarismo (hay orden y justicia, pero castigos a veces siniestros contra los que vulneran el pacto comunitario originario) a veces las sociedad no los contiene. Los castigos, en ella, suelen remitirse a instancias específicas que cuentan con reglas que escapan a la lógica inmediatista de la venganza, que sería lo comunitario caractertístico en su grado más rústico en materia de penalidades.
Los actuales acontecimientos, de inusitada gravedad por los que atraviesa nuestro país, nos permiten entrever, como en un sueño maldito, que cierta exacerbación del agrupamiento comunitario autodefensivo en su mayor grado de crispación –justicia inmediata por medio una sumaria retaliación que incluso excede la ley del talión- colocan al sentimiento comunitario exacerbado no donde lo quieren ver lo utopistas (en la proliferación permanente de lo que falta) sino en una cierre pleno y asfixiante de la libertad. El linchador, que es antes que nada un lugar social y no un sujeto concreto, se halla en el acto de clausura de las libertades comunitarias.
Desde este punto de vista lo ocurrido en la Argentina es una de las secuencias trágicas más lamentables de las últimas décadas, más incluso que las recientemente rememoradas, producidas por aquel Ingeniero Santos, un posible precursor. En este caso había un nombre, un acto individual sellado con una señal de responsabilidad personal que no lo hacía más tolerable por eso, pues su abominación era similar al de todos los otros actos; pero en los que ahora asistimos, hay “comunidades fugaces de acción” cuyo pivote es el anonimato, el arquetipo que preparan infinitas conversaciones, desde familiares a mediáticas. De ahí que podemos definir a la comunidad argentina, si tal concepto debiese subsistir, como depositaria de una culpa endógena de difícil tratamiento, que no provendría de arenas jurídicas, aunque no las excluye, sino de una reflexión moral e intelectual crítica con palabras novedosas de precarios diccionarios de comportamiento y acción que habrá que construir con otra clase de comunidad. La comunidad de un saber novedoso, político y ético, que salve a la comunidad victimista que se autoinfrigió heridas alucinadas, de cuyo horror ahora mismo participa, en gesto de aparente amenidad, como si no fuera ella misma la autora.
De alguna manera, el utopismo peronista de la que se supo llamar comunidad organizada (justamente criticada por su cierre en una felicidad abstracta aunque sostenida en conquistas sociales concretas), tanto como el contrato social de soy-roussonina-cada-vez-que-me acuerdo de la doctora Carrió, o fracasan, o cierran su ciclo en la Argentina. En cuanto a la inclusión social que se ve como instancia remediadadora de la proliferación de microscópicas o alucinadas venganzas de la comunidad alienada sobre la comunidad real castigada, hay que redefinirla. Porque el mundo al que se incluiría al despojado hay que a su vez desincluirlo de sus propias vergüenzas y contornarlo con notas enriquecidas con nuevos aspectos que no están necesariamente presentes. El mundo “incluido” también posee violencia, injusticia o tristezas larvadas, y para dar apenas algunos ejemplos en un par de ramalazos, no puede ser Vaca Muerta sin una palabra efectiva sobre ambientalismo. También es necesario que esta palabra con justicia tan recurrida, pase por un cedazo más refinado de redefiniciones, de modo que el desarrollo nacional incluya también las condiciones más humanísticas de reproducción de la vida en común. Otro rápido ejemplo: escuelas con laptops, sí, pero certezas mayores sobre cómo van a ser usadas creativamente, no reproduciendo al individualismo posesivo de imágenes capturado en red, sino al ser pedagógico que emancipa su conciencia con medios de inclusión que reformulan lo que cada vez lo va incluyendo. Lo que por otra parte debe ser modificado por los propios medios técnicos que asimismo deben ser incluidos en formas colectivas superiores de civilización.
Con los actos de justicia particular con lapidación y suplicios a la luz de un conglomerado de personas que asisten pasivamente o con secreta satisfacción, se arrasan definitivamente invenciones políticas que tuvieron popular aceptación, como la comunidad organizada, pero siempre criticadas por producir un cierre arbitrario de lo social. Aun en sus defectos –lo inerte social– son abolidas por el linchador anónimo, arquetipo de una ruptura trágica en el ser social. Y son anuladas también en sus virtudes, que incluyeron mantener viva la idea conviviente y colaborativa del tejido de los vínculos laborales y creativos de la humanidad social. Un oscuro llamado inscripto en la lengua corriente, fabricada por los medios, por el rumor de las ciudades, por el magma onírico que atraviesa conciencias en pánico, por el hilo secreto que forja deseos de cadalso para los congéneres, de fórmulas aviesas de control basadas en el miedo y en la industria de la seguridad, producen conciencias que moran en la oscuridad de sus responsabilidades. El linchador existe en el murmullo interno de todas esas situaciones; se ve a sí mismo y sin embargo cree que es otro, que él es solo una partícula necesaria a lo justo en la comunidad. Situación de extrema gravedad, que lo radicalmente injusto pueda pasar por lo justo.
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