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Luis Alberto Quijano declaró esta semana en el juicio por crímenes de lesa humanidad en el que estaba siendo juzgado su padre, hoy fallecido. De la mano de un hijo de desaparecidos, antes de sentarse en el banco de los testigos, recorrió el lugar donde su padre torturó y asesinó a cientos de personas.
Luis Alberto Quijano vuelve a La Perla por segunda vez siendo adulto. Durante la dictadura visitaba el centro clandestino de detención con su padre, el torturador con el que compartía nombre y apellido.
—Allá arriba, en la loma (ahora se ve una construcción), había un Carrier, un tanque blindado de Gendarmería. Acá estaba la primera guardia (señala una garita). Acá tenías que apagar las luces y prender las de adentro del auto.
En cuatro oportunidades, en el momento más álgido de la represión estatal, Quijano llegó al chupadero a 12 kilómetros de la capital cordobesa. Un lugar que se tragó los huesos de unas dos mil trescientas personas durante los cuatro años que operó.
—Volví una vez, cuando era el día de la memoria. Estaba León Gieco y había mucha gente. Pero al ratito me empecé a sentir mal y me fui — dice Quijano.
Fue el 24 de marzo de 2012. Se festejaba el quinto año desde que el gobierno de Néstor Kirchner había transferido la administración de La Perla a la agrupación Hijos Córdoba para que creara allí un espacio para la memoria. Dos años después abrieron al público. Desde entonces, se ha organizado un circuito guiado que visitan delegaciones escolares y una señalización con cartelería y maquetas. Emiliano Fessia, director del sitio y referente de la organización, sale a recibir a Infojus Noticias y al nuevo visitante.
—Un gusto de verte.
—¿Cómo andás?
—Bien. Después de treinta y pico de años vuelvo acá. Lamentablemente.
Los padres de Emiliano, Cristina Fontanellas y Carlos Fessia, fueron asesinados el 18 de noviembre de 1976 en un departamento de Buenos Aires. El padre de Luis, que se apodaba “Ángel”, acusado de 98 asesinatos y más de 150 hechos de tortura, murió hace dos meses en su prisión domiciliaria. Ahora sus hijos se estrechan la mano.
Quijano le dice a Fessia que el día que murió su padre no sintió nada. Que en cambio lloró por su suegra bielorrusa, fallecida el día anterior. “El alma sabe”, responde Fessia. Durante una hora de recorrido, Quijano le repetirá a Fessia los episodios relatados a Infojus Noticias en un larga entrevista en su casa, pero anclándolos en un tiempo y en un espacio.
En la charla con Fessia, Quijano revela algo que dice saber por las conversaciones de su padre con los camaradas. “Acá venían los camiones, cargaban un número de secuestrados–ellos les decían ‘los que no ponían más huevos’- y los llevaban para el fondo, muy cerca. Venía gente de la Brigada”, dice. “Mi viejo y su grupo operativo a veces sacaban gente por su cuenta y los mataban, y por otras le llevaban el parte a Menéndez y Menéndez hacía esto”.
Quijano estira su brazo y gira el pulgar hacia abajo. Se hace un silencio.
—Los camiones volvían muy rápido —agrega.
Al final de la dictadura su madre, Martha Celia Foukal, le preguntó qué iban a hacer con los cuerpos.
—Mi padre le contestó que trajeron unas máquinas que sacaron todo lo que había y lo trituraron. ‘No van a encontrar nada’, dijo.
Desde 2004, el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) escavó en las más de 15 mil hectáreas que tiene el predio del Tercer Cuerpo del Ejército, incluyendo La Perla, y, aunque se probó la remoción de tierra, nunca habían encontrado nada. Hasta octubre de 2014. En esa fecha, encontraron en los hornos de cal de La Ochoa, junto a la estancia del mismo nombre, que usaba Menéndez para descansar los fines de semana, un sacro, una costilla y fragmentos muy pequeños. Después de cotejarlos, se supo que pertenecían a Lila Rosa Gómez Granja, Felipe Sinópoli, Ricardo Saibene y Luis “Lucho” Santillán, secuestrados por el Comando Libertadores de América.
Como contó Infojus Noticias, el comandante de Gendarmería Luis Alberto Cayetano Quijano, su padre, lo llevó a La Perla en cuatro oportunidades, cuando tenía apenas 15 años. En esas visitas conoció la sala de torturas, el olor fétido del miedo, el galpón donde guardaban la rapiña de los operativos, y la cuadra. Allí alcanzó a ver cuarenta hombres y mujeres vendados, con las manos atadas, tirados en colchones de tropa. Ahora, 40 años después, el lugar podría confundirse con un gimnasio escolar. Tiene el piso lustroso y ventanales altos por donde se filtra el sol. Salvo por una especie de compartimentos separados por pilares de ladrillos.
— Mi padre estaba hablando con alguien, y yo miré ahí adentro. Ahí los vi, tirados en las colchonetas. De algunos se notaba que estaban desnudos y tapados con una frazada. Yo estaba espiando hasta que mi viejo me dijo ‘dejá de mirar, pelotudo’.
Hoy es jueves, día de visitas. Quijano camina entre alumnos de primario y maestros de escuela que lo miran con curiosidad mientras habla. Avanza y señala una habitación pequeña y sombría, pintada de azul y blanco, apenas iluminada por una bombita.
— Ahí había una cama de tropa, metálica, y una mesa.
— ¿Estaba vacía? — preguntó Infojus Noticias.
— Sí, no había nadie. Después mi viejo que ahí hacían los interrogatorios. Le comenté ‘qué olor que había’. Y me contestó ‘sí, es por el cagazo’.
El final del recorrido hay una habitación con las fotos y fichas de muchos de los hombres que torturaron y mataron en este lugar. “A éste lo conozco”, bromea Quijano, y posa la mirada en la foto de su padre. “Creo que se la sacaron cuando se asomó en la biblioteca de la casa”. Después mira las fotos de la patota, una por una, y menciona datos de algunos. A varios los vio en el Destacamento 141, donde lo llevó a trabajar durante mucho tiempo destruyendo con una máquina “de hacer fideítos” la documentación robada en los operativos de secuestro.
— Éste es “Palito” Romero. Lo conozco de chico. Era flaquito. Empezó a operar desde los 17 años. Éste es el “Salame” Rodríguez. Vivía enfrente del Destacamento, en el barrio de casitas militares. Tenía cuatro hijas, dos eran mellizas. Éste (señalando otra foto) era un hijo de puta, le gustaba torturar.
Quijano sigue caracterizando a los compañeros de su padre.
— De éste (señala la foto de Héctor Vergez), mi padre decía que era muy peligroso, asi que imaginate lo peligroso que sería. Se manejaba con mucha autonomía, creo que estaba bancado por Menéndez, y su único interés era el secuestro extorsivo y guita.
Después habla sobre un procedimiento en el que se suicidó una mujer con una granada, “financista de Montoneros”. “La mujer pensó que cuando explotara la granada iba a arder. Pero lo que se produce es un vacío de oxígeno y no se prende fuego. No se sabe cómo, el placard cayó abierto y embolsó a la chica de dos años que estaba con ella”.
Después de la explosión, la patota rompió la puerta, robó la plata y llevó a la nena a La Perla. El relato aún no ha sido corroborado por los organismos y abogados querellantes consultados por esta agencia. En su evocación, el padre llevó la novedad a la casa de que iban a tener una criatura. “Hubo una pelea con mi madre, no por apropiar una niña ajena, sino porque no sabía qué monstruo podría salir de hijos de guerrilleros”, dice.
— Yo le pregunté muchas veces a mi padre que había hecho con esa beba. Porque hubiera sido mi hermana de crianza. Nunca me contestó.
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