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23-5-2014|17:15|Lesa Humanidad Buenos AiresProvinciales
Su caso se investiga en el juicio por La Cacha

La lenta desaparición del "Ingeniero" de Montoneros

Guillermo García Cano, el hombre capaz de crear sofisticados escondites estuvo en La Cacha y en la Brigada. Ante el tribunal, sus hijas y su mujer recordaron cómo después del secuestro, los represores permitieron un contacto demencial y esporádico con su familia. Y lo mantuvieron cautivo durante un año.

  • Fotos: Sebastian Losada.
Por: Laureano Barrera

El 20 de noviembre de 1976 Carolina era una nena de once años que sospechaba: a su padre lo habían secuestrado. Guillermo García Cano no la había ido a buscar a la casa de su amiga del barrio, como habían quedado. Desde aquellos días en que las calles de La Plata -donde lo atraparon- eran una trampa mortal para los militantes, hasta la declaración del miércoles -cuando su familia repasó las últimas noticias que tuvo de él- pasaron 37 años.      

“Al día siguiente allanaron la casa de mi tía. Así que nos fuimos a vivir un tiempo a un campo en Lobería”, contó Carolina ante el Tribunal Oral N°1 de La Plata en la audiencia del juicio por La Cacha, el centro clandestino que funcionó en las viejas instalaciones de Radio Provincia, al lado del penal de Olmos, entre fines de 1976 y octubre de 1978. Después de la declaración de tres sobrevivientes y de un reconocimiento fotográfico a puertas cerradas, Carolina y Guillermina -dos de las hijas de García Cano– y su madre, Susana Habiaga, testimoniaron sobre una parte de la historia de “el ingeniero”.

A Guillermo Marcos García Cano, militante de la organización Montoneros, le decían así por su capacidad para la construcción de “embutes”. Fue el mejor cuadro técnico de su agrupación para diseñar mecanismos capaces de esconder, por ejemplo, una imprenta clandestina detrás de una fábrica de conejo en escabeche. Tuvo tres hijas -Carolina, Guillermina y Manuela- y un hijo, -Sebastián-. A los 33 años lo secuestraron en plena calle. Un mes después, cuando su familia lo buscaba con desesperación, se comunicó por teléfono con sus padres.

Las visitas de un aparecido

Con ese llamado telefónico Guillermo García Cano logró regresar por unos instantes del limbo que se tragaba a quienes desaparecían, incluso arreglar un encuentro. El primero fue en el almuerzo de Navidad, en casa de sus padres. Sus hijas lo esperaron junto a los abuelos. García Cano llegó acompañado de varios hombres de civil, algunos de traje y zapatos lustrosos. Unos revisaban la casa, otros vigilaban la ventana. Las nenas se espantaron más al ver a su padre: golpeado, un diente roto, flaco, afeitado y con el pelo corto. Ese día almorzaron todos juntos. El padre, las hijas, la esposa, los abuelos y los represores.  En la audiencia, las tres mujeres recordaron los apodos de quienes se sentaron con ellas a la mesa: “Estaba el Francés, Amarillo, varios que se hacían llamar los Carlitos”, dijeron. “El Francés” es el apodo de uno de los imputados, Gustavo Adolfo Cacivio.

La siguiente cita familiar fue en la Brigada de Investigaciones de la policía bonaerense, a dos cuadras de la Plaza Moreno. Allí lo visitaron los padres y sus tres hijas. “Lo veíamos en un salón con unos sillones grandes de cuerina”, recordó Guillermina ante los jueces. Los encuentros continuaron allí y en la casa de sus padres, y algunos controles se distendieron. Una vez, incluso, García Cano se quedó a dormir –sin custodia- con Habiaga y sus tres hijas en la casa de una tía.

El 9 de febrero de 1977 García Cano cumplía 34 años. Ese día su padre fue hasta la Brigada en su auto, le abrieron el portón y dejó un lechón en la mesa de entradas. En una fecha que sus hijas ya no recuerdan con exactitud, el padre comenzó a escribir cartas. Les contaba cosas de su cautiverio, que compartía una de las habitaciones de la Brigada con otras tres mujeres, una de ellas embarazada (podría tratarse de Liliana Galarza). En una de las visitas que las chicas le hicieron a ese lugar, llegó a mostrarles la habitación donde dormía: “sobre su cama en la pared, tenía la fotos de nosotras; nos dio unas cositas que había hecho fósforos, con palitos de helado”, recordó Guillermina ante la Justicia.

En las cartas “el ingeniero” se aferraba a Dios como nunca antes: le imploraba a su familia que rezaran y fueran a misa. En la Brigada, “vimos a un cura que mi papá nombraba mucho”, recordó su hija. Pero recién mucho tiempo después sabrían quién era. Fue cuando sus abuelos vieron en el boletín de una de sus nietas el apellido Von Wernich. “Mis abuelos enseguida hicieron alusión al cura”, dijo Carolina.

El 30 de abril de 1977 contó a sus hijas a través de una carta: su cautiverio había cambiado de sede. En ella, tal vez, les creaba un mundo protector: les hablaba de una casa rodante, de un predio de árboles frondosos, de un jardín pequeño que él mismo plantado y de un arroyo cercano donde pescaban ranas. Seis sobrevivientes que lo reconocieron en el centro clandestino confirmaron que ese lugar era La Cacha, ya que en el predio durante un tiempo hubo una casa rodante.

A fines de agosto, García Cano anunció a través de sus padres una buena noticia: le habían prometido que pronto lo “sacarían” a Uruguay. Para eso convocó a su mujer y sus hijas a la sede platense de la Policía Federal, donde las atendería el “Oso”. Su padre, que era carpintero, se esperanzó tanto con su libertad que llegó a fabricar algunos muebles para los represores, según contaron las tres mujeres en el juicio.

En noviembre, pidió que alistaran una valija con ropa y 8.000 dólares para empezar otra vez, lejos. Sus padres reunieron la plata con esfuerzo. La madre le compró un saco de cuero para abrigar el exilio en un lugar helado.

-Si salgo, va a ser por Uruguay- le comentó a su ex mujer, con cierto escepticismo.

En diciembre, un llamado anónimo dijo a la familia que García Cano había abandonado el país. Fue lo último que supieron. Un año exacto después del primer contacto telefónico, otro llamado lo expulsaba del mundo de los aparecidos.

La medida del dolor

Los cuatro días siguientes al secuestro de “El ingeniero”, el Ejército y la policía de la provincia de Buenos Aires dieron los golpes más certeros sobre la Regional 1 de Montoneros, una de las columnas más importantes de la organización guerrillera, con epicentro en La Plata. El 22 de noviembre de 1976 cayó la casa de 139 entre 48 y 49, donde fueron secuestradas tres parejas de militantes. Entre ellas estaban el responsable logístico y el responsable político de la regional. Para acceder al compartimento de 1,20 m por 0,60 donde escondían las armas, había que quitar un cuadro, el clavo que lo sostenía y succionar en el agujero del clavo con una jeringa hipodérmica, según cuenta Ernesto Valverde en su libro “LOMJE. Historia de la resistencia de tres casas montoneras”. El mismo día también cayó otra casa, en 63 entre 15 y 16, donde se hacía documentación para los militantes que tenían pedido de captura.

El 24 de noviembre, más de cien hombres, helicópteros, un tanque y una bazuca atacaron la casa de la calle 30. Detrás de una fábrica de escabeche de conejo, “el ingeniero” había ocultado una gran imprenta de dónde salía la publicación Evita Montonera. Allí fueron asesinados cinco militantes, entre ellos Diana Teruggi, nuera de Isabel Chorobik de Mariani, que puso a salvo a la beba Clara Anahí Mariani, a quien Chicha todavía busca. Las tres “casas operativas” tenían un mecanismo de ocultamiento sofisticado: el famoso “embute”.

García Cano compartió su paso por este centro clandestino con Graciela Irene Quesada, militante de Montoneros secuestrada en marzo de 1977. También ella pudo visitar a su familia en noviembre de ese año. Estaba embarazada y dijo que le habían prometido que saldría a Uruguay,  y finalmente a España. Desde aquella visita que realizó para el cumpleaños de su hija Julia, nunca más se supo de Graciela ni de su parto.

En La Cacha algunos secuestrados se movían sin restricciones. El ingeniero estuvo entre ellos. La gran mayoría de quienes circularon allí destabicados fueron asesinados o están desaparecidos.  Algunos aventuran que estas personas tal vez ya habían sido certificadas de muerte por los represores. Un sobreviviente recordó en la audiencia a García Cano dando arengas sobre los errores de Montoneros.

Un silencio piadoso flotó el miércoles en la sala. El cinismo de “El Francés” y de los represores que están siendo juzgados, su perverso sistema de lealtades con cautivos débiles y amenazados, al borde de la muerte, no es relevante judicialmente. Los jueces indagaron sobre el secuestro en plena calle de García Cano, la tortura sin límites, su ejecución sumaria sin juicio ni derechos. Cinco años atrás, para su libro Dar la vida, el periodista platense Lalo Panceira habló con Chicha Mariani por primera vez sobre lo que sentía hacia quienes habían delatado la ubicación de la casa de su nuera y su hijo, Daniel Mariani. Aunque no existan pruebas de quién o quiénes fueron, ni pudiera servir de algo saberlo.

- Si es quien yo creo que es, me enteré que fue salvajemente torturado y ejecutado. Y no soy quién para juzgar la medida del dolor- dijo la fundadora de Abuelas de Plaza de Mayo.

Se sabe de la cicatriz, no de su tamaño, de la incertidumbre y el dolor de los familiares.  Guillermina, la mayor de las hijas de García Cano, se impresionó tanto al ver a su padre un mes después del secuestro -pálido y flaco, “con un estado general muy triste”-, que perdió el habla durante un tiempo. Carolina, la segunda de sus tres hijas, lo recordó “desmejorado y deprimido”.

Habiaga, dijo que al verlo se encontró un ser “acabado moralmente”: tenía una mirada de anciano, caía en silencios hondos y lo único que le pedía era que cuidara a las chicas y que no hiciera nada. “Yo creo que se murió el día que lo raptaron”, dijo Susana el miércoles. Que todo lo que hacía era llorar. 

-Y sí: fantaseaba con sobrevivir, yo creo.

En diciembre de 1977 lo asesinaron por última vez.

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