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La hija de Francisco "Paco" Urondo reconstruye, a partir del relato de su hermano Javier -a quien reencontró en 1994-, el secuestro de su familia en una quinta de Tortuguitas. TIempo después, detenido en Devoto, su padre empezó a escribir La patria fusilada.
Por Ángela Urondo
Verano de 1973
Cuando los escuchó bajar por los techos, mi hermano Javier creyó que venían persiguiendo a un ladrón. Abrió la puerta y se encontró con un tipo apuntándole con una ametralladora. Tenía 16 años y estaba en la casa con su mamá. Entraron un montón de policías armados, vestidos de civil. Se empezaron a llevar cosas y a romper otras Dejaron todo dado vuelta, en el suelo, en ruinas. “Ordená todo, pibe”. La voz del jefe del operativo quedó resonando cuando la patota se retiró llevándose a su madre. Pero ¿cómo se pone en orden eso? La casa arrasada. Desde el pasillo se notaba que también habían pasado por el departamento de adelante. Todo faltaba de su lugar, desde el teléfono de baquelita EnTel, hasta la herramienta de trabajo del vecino, su preciada guitarra. No fue un allanamiento, fue más bien un robo masivo de objetos y personas. El desmadre.
Tomando todas las medidas de seguridad a su alcance, Javier salió en busca de ayuda. Tenía que correr contra reloj para dar aviso en Tortuguitas. En la quinta Dixie vivían el viejo con Lili (Massaferro), -que todavía era su pareja- y Claudia, nuestra hermana mayor, embarazada, esperando su primer hijo con el Jote. Era una casa alquilada que compartían con algunos compañeros cercanos que se quedaban y otros miembros de las FAR que pasaban ocasionalmente para las reuniones. Pero cuando Javier llegó allá, no encontró a nadie. No pudo dar aviso. La quinta había caído, otra vez la misma escena. Otra vez la incertidumbre.
A lo lejos vio al consigna de guardia comiéndose un asado junto al casero. La posibilidad de haber caído en una trampa ratonera lo hizo retroceder sobre sus pasos y escapar de ahí. Dos cuadras, colectivo. Mirar atrás al bajar. Otras dos cuadras. Vuelta manzana. Colectivo en el sentido contrario. Mirar atrás al bajar. Vuelta manzana, dos cuadras más. Tren, dos estaciones. Mirar atrás al bajar. Vuelta manzana, dos cuadras, colectivo. Mirar atrás al bajar.
En casa de los abuelos ya se habían enterado. Habían recibido un llamado telefónico de una abogada del Movimiento. Los consternaba más la noticia de que su hijo era peronista, que la de que estuviera detenido. No lo podían creer. Los diarios titularon: “Inquietud por el paradero de Paco Urondo”, “Graves Revelaciones Sobre la Célula Extremista Descubierta en Tortuguitas”, “Tribunales: a ocho acusados por hechos subversivos, dictóse prisión”.
La prensa local operó justificando la acción represiva de la dictadura. Era época de Lanusse: la “dictablanda” por la que Lili había perdido a su hijo Manolo, asesinado por la policía dos años antes. La desaparición forzada de personas no era todavía una práctica masiva sistematizada como lo fue después. Las cárceles estaban atiborradas de personas aprisionadas por razones políticas. Por resistir, por intentar romper la dictadura.
Media familia con prisión preventiva –acusada de integrar una organización extremista– por los delitos de asociación ilícita calificada, encubrimientos reiterados, tenencia de documentos de identidad falsificados, automóviles robados, material de propaganda de las FAR, planos de comisarías, chaquetillas de uniformes de la Fuerza Aérea, tenencia de municiones, armas de guerra y explosivos. Dentro de todo, era buena noticia que los habían blanqueado.
Hubo inmediatas acciones de respaldo. En la defensa legal estuvo Rodolfo Ortega Peña. En París se constituyó un Comité de solidaridad, encabezado por Malitte Matta y Marguerite Duras, que enviaron un telegrama a Lanusse: “Pedimos confirmación detención del poeta Urondo y su familia y reclamamos liberación inmediata”. Llevaba las firmas de Sartre, Beauvoir, Bareiro Saguier, Régis Debray, Carlos Fuentes, García Márquez, Nathalie Sarraute, Semprún, Copi, Pasolini, Julio Le Parc, el comité de redacción de las revistas francesas Esprit y Les Temps Modernes, y los dirigentes de izquierda franceses Michel Rocard del Partido Socialista Unificado y el trotskista Alain Krivine.
“Parece según noticias de buena fuente, que de un tiempo a esta parte, no es nada fácil dar con vos personalmente. Siempre fuiste un poco jodón, pero en este caso estoy convencido de que no tenés la culpa de que los amigos no se puedan tomar un vino con vos, y como no soy rencoroso, te escribo Paco con la seguridad de que muy pronto has de cambiar de conducta y no solamente aceptar visitas sino incluso devolverlas…”, escribió Julio Cortázar en una “Carta muy abierta”, publicada por el periódico Libération. En cuanto pudo venir al país, bajó del avión y se fue directo a Devoto. Amenazando escandalosamente a los guardias con que escribiría sobre ellos, consiguió ingresar fuera del horario de visitas, y poner el hombro amigo al abrazo.
En la cárcel el viejo Paco fue sometido a una pequeña sesión de picana. Al Jote le dieron una bastante más grande. A semanas de las detenciones, las mujeres fueron liberadas bajo caución. Los demás pasaron casi cuatro meses presos. En la cárcel de Villa Devoto, Paco escribió tal vez los poemas más hondos, dejando bien dicho, que las únicas irreales, son las rejas.
La patria fusilada
Las expectativas estaban centradas en el fin de la dictadura. La restauración democrática y el fin de la proscripción del peronismo dejaban prever el comienzo de una nueva etapa con la ley de amnistía anunciada para los presos políticos.
El día de la asunción de Cámpora a la presidencia, mi hermano Javier se acercó hasta el penal para esperar las noticias. Cuando llegó, encontró una multitud que derribaba los portones para reunirse con los de adentro. Entró con una ginebra para el viejo y se zambulleron juntos en los festejos. Más tarde el viejo se reunió en una celda con los tres sobrevivientes de la masacre de Trelew y juntos regaron de ginebra una de las conversaciones más difíciles de atravesar: la reconstrucción del fusilamiento de 19 prisioneros políticos, acribillados en la Base Naval Almirante Zar el 22 de agosto de 1972.
Las voces de Ricardo René Haidar, María Antonia Berger y Alberto Miguel Camps se condensaron en La patria fusilada, que deja constancia de lo ocurrido, exponiendo (al igual que Operación Masacre de Rodolfo Walsh), la forma en que se encubrían los fusilamientos en supuestas fugas. En el libro se detallan la masacre y su marco previo, el intento de fuga del penal de Rawson, pero también se encapsula el momento de la recapitulación en la última noche dentro de la cárcel. Toda la densidad de los silencios, en contraste con la algarabía desatada alrededor por las inminentes liberaciones. Antes del amanecer, el pueblo sacó a los presos políticos a la calle.
La primavera duró 34 meses, hasta que golpeó al país la siguiente dictadura y esa sí, fue bien dura. Muchos de los amnistiados cayeron entonces, definitivamente. Pocos lograron sobrevivir ese largo y crudo invierno del que nadie salió ileso.
Posdata
Nací en 1975 y un año más tarde perdí todo menos la vida. Padres. Casa, ropa, juguetes. Todas las cosas, los puntos de referencia, desaparecieron. Sustituida la historia de origen, la familia reemplazada y omitida. Me perdí de mí.
El 17 de Junio de 1976, el viejo Paco cayó muerto por un culatazo en el cráneo, durante un operativo policial de captura, del que mi mamá, Alicia Raboy, y yo resultamos secuestradas y del que ella permanece desaparecida. Algunos de los ejecutores físicos que participaron del operativo, fueron juzgados y condenados en 2011. Las penas están siendo cumplidas en cárceles comunes.
Claudia y Jote fueron capturados el 3 de diciembre de 1976 por un grupo de tareas de la Esma y desde entonces están desaparecidos. Claudia tenía 23 años y el Jote 28. Eran padres de dos hijos, que los sobrevivieron.
La patria fusilada fue valorada como prueba testimonial en el juicio por la Masacre de Trelew. Los responsables fueron condenados en 2012. Ninguno de los sobrevivientes a la masacre consiguió sobrevivir a la última dictadura.
Las causas abiertas en la caída de Tortuguitas nunca tuvieron un cierre formal. No hubo procesos de justicia por los abusos cometidos por las autoridades durante las detenciones de 1973.
Mi hermano Javier, afortunadamente, no perdió a su madre. En 2013 fuimos a los tribunales de Comodoro Py a escuchar sus testimonios en el Megajuicio Esma II, donde ofrecieron el relato de todo lo ocurrido, incluyendo la denuncia por las caídas de Tortuguitas, de la que habían pasado 40 años. Los jueces indagaron sobre el principio del final, revisando en perspectiva y teniendo en cuenta lo que vino luego. Este episodio fue un anticipo de la represión que se avecinaba, el marco previo al genocidio que se desencadenaría brutalmente a partir de 1976, con metodologías monstruosas y pérdidas enormes, que dejarían todo lo demás fuera de escala.
En mayo de 1994 mi hermano y yo nos encontramos por primera vez y empezó a disiparse la niebla. Corrijo la expresión: no fue la primera vez, nosotros nos conocimos antes, mucho tiempo atrás. Tanto tiempo atrás, que no podía recordarlo. 20 años parecían toda una vida entonces y ante el pésame por el tiempo perdido, ofreció el futuro: “Algún día habremos pasado más tiempo juntos, del que nos robaron”. Pronto cumpliremos nuestros primeros 20 años. No sé si haya forma de que el tiempo que nos perdimos uno del otro, pueda quedar compensado, pero paso a paso seguimos descubriendo cómo es esto de tenernos de hermanos. Él tiene recuerdos de lo que yo no alcanzo y me lleva. Me ubico en su memoria. Me aprendo. Nos tocó mucha tarea difícil: todo que rectificar y nado contracorriente. Hoy vemos crecer nuestra familia en una realidad más justa. Las pérdidas, son irreversibles, al igual que los reencuentros y las verdades develadas. Sin vuelta atrás, como el camino pertinente.
Foto de portada: Javier Urondo.
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