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24-2-2014|12:17|Lesa humanidadEspeciales
Los juicios vistos por un escritor

Juicios x escritores: "Es temprano para salir de casa"

Julián López, autor de “Una muchacha muy bella” , fue a los tribunales de Comodoro Py para contar una audiencia de un juicio por delitos de lesa humanidad. Así vio a los responsables del centro clandestino de detención El Vesubio. Dibujos en vivo, por Azul Blaseotto.

  • Dibujos en vivo: Azul Blaseotto.
Por: Julián López

Es temprano para salir a la calle, temprano para alguien que pasa la mañana puertas adentro de su casa. Fue una mala noche, mala para alguien que habitualmente duerme de un tirón y suele merodear neurótico la banalidad del bien (hace calor, tengo que plancharme la camisa arriba de la cama porque no tengo mesa, tengo que ponerme pantalón largo y abandonar las bermudas, mi uniforme de verano). Dormí mal y es verdad: hace calor, está tan arteramente húmedo como de costumbre y no, no quiero ir. Pero ya salí de casa y acá estoy, en el mismo colectivo con el que Mirta se fue desde Liniers a Estambul. Yo no voy tan lejos, claro, viajo solamente hasta la terminal del 106, a Retiro, voy a un lugar en el que nunca estuve: voy a los tribunales de Comodoro Py.

Hace poco estuve cerca, tenía que tomar el micro rumbo a mis siete días de vacaciones en Mendoza, a la casa de unos amigos con los que me siento cómodo, ahí duermo como un angelito, no hay fantasmas. Pero todo lo bueno dura poco: el periplo a mi semana de vacaciones empieza cuando el micro sale de la estación, casi a paso de hombre, rodeando la Villa 31, otro lugar que no conozco y que miro tras la ventanilla. Cuánta gente. Y sobre todo: qué imponente proporción de gendarmes y de federales en esa Aduana inmaterial que cuida que nadie se mezcle demasiado: cuántos efectivos para cuidar la crisis de inseguridad.

Dormí mal, no me gusta la cana, no me gustan los jueces y no me gusta acercarme a cosas con las que no puedo lidiar. ¿Qué mierda es el mal? ¿Cómo se piensa eso, dónde está uno en eso, como se posiciona uno frente a eso? ¿Qué mierda es el mal?

No tengo formación ideológica –ni de ninguna otra índole– y mi idea de la revolución es pasmosamente burguesa: que cada nena, que cada nene, tenga mesa a la que sentarse a comer sus cuatro comidas diarias, que tenga mamá, papá en las cantidades y géneros que sean, con tiempo disponible para estar juntos, que tengan tele para ver los dibujitos, que vaya a la escuela estatal, al médico de barrio y que mientras crezca se junte con sus pares a leer, a ver películas, a bajar cosas de Internet y a pensar cómo pelear con coraje y amor por el prójimo contra todos los malestares de la cultura. Pero voy a Comodoro Py, a una audiencia de la Megacausa Esma para ver y escuchar a una lista de testigos que van a declarar cómo el Estado argentino les retuvo el cuerpo en la peor pesadilla imaginable a manos de las fuerzas de seguridad de la patria.

De pronto estoy en la sala de audiencias, al frente está el estrado de los jueces, recién está empezando a llegar gente, en las dos primeras filas de sillas hay hombres y mujeres jóvenes que abren sus laptops –son los abogados de las distintas querellas– mientras saludan a lo que para mí es el público: en general hombres y mujeres mayores. Un policía particularmente amable pide una silla y la acomoda mientras dos mujeres prueban sonido, prenden los micrófonos de la sala y controlan el sistema de video. Todo parece funcionar bien: hace frío, el aire acondicionado desciende la temperatura a 20 grados y alguien se queja. Ruego que ninguno de los dioses de esta sala escuche ese lamento, necesito la inclemencia de ese frío para estar tranquilo, necesito toda mi banalidad para lidiar con esto. ¿Esos quiénes son? pregunto a mi acompañante circunstancial por quienes están entrando a la sala y se ubican en las butacas a nuestro lado. “Son los familiares”, responde. Vuelvo a mirar para verlos pero me prohíbo detener la vista en esas caras que tienen la historia que leí en los diarios desde que iba a las marchas por los Derechos Humanos, mucho antes de octubre de 1983.

“Esos también son familiares” me espabila con distinto tono la mujer sentada a mi lado; la miro y agrega: familiares de los acusados. Primer impacto del día: familiares de víctimas y de victimarios se sientan en el mismo lugar. Que alguien ponga el frío a bajo 0, ¡¿cómo que se sientan todos juntos?!, enloquezco en silencio. Unos segundos más tarde pienso que es así, esto es una comunidad, estamos todos juntos, todos mezclados, cada movimiento de uno implica a los demás y la Justicia es la única estructura que puede cobijar ese entramado tan redomadamente complejo. Mientras tanto entran a la sala, rodeados de hombres que son claramente abogados, unos viejitos flacos, de traje prolijo y actitud digna. No necesito que nadie me explique. Se sientan en las sillas de su estrado, una escenografía que no precisa más para hacer saber que esos viejitos están ahí compareciendo por sus crímenes de Lesa Humanidad. Los nombres de los juzgados son Gustavo Adolfo Cacivio, Néstor Norberto Cendón, Jorge Raúl Crespi, Federico Antonio Minicucci y Faustino José Svencionis. 204 personas sufrieron sus crímenes en ese centro clandestino de La Matanza.

Me hundo en la butaca: no hay manera de entender esa naturalidad y no sé bien por qué pienso que la mujer que se sentó sola detrás de mí es familiar de alguno de ellos. Se los acusa de privación ilegítima de la libertad, tormentos y homicidio. Soy el intruso banal en esta puesta, pero de este lado están representadas las familias argentinas arrasadas por la locura criminal de esos –y de tantísimos más– que ahora son viejitos. ¿Qué puta mierda es el mal? ¿Cómo esos viejitos no se licuaron de oprobio y de tristeza? ¿Qué discurso sostiene la dignidad de los que no se arrepienten de haber masacrado ni siquiera cuando se acercan a su propia muerte natural? ¿Cómo es la infancia de quien es capaz de torturar?

Un comentario de quien está a mi lado me hace dudar: ¿Esto no es una audiencia de la Megacausa Esma?, no, esta es por el campo de concentración Vesubio, responde. Salgo de la sala apuradísimo para encontrar la audiencia que debo cubrir y alguien me dice que se suspendió porque no podían ir los testigos. Los testigos que ya relataron su horror una infinidad de veces en audiencias que se multiplican, se retrasan, se suspenden; en juicios en los que los acusados se ocultan detrás de todas las tretas judiciales inimaginables y donde silencian por voluntad y por consejo de sus abogados lo que los testigos deciden decir. Hombres y mujeres convocados a testificar una y otra vez y a seguir peleando para que su vida no sea solamente ser testigos de la desaparición, la tortura y el robo de identidad sistemáticos que implementó el Estado Argentino hasta hace 30 años atrás. Como argumentó contundente Gabriela Sosti, la fiscal ad hoc del juicio por Vesubio: Estos son juicios a la historia y su valor no está solamente en clausurar la impunidad, tienen un espesor simbólico único. Son una cámara de ecos donde las voces de los sobrevivientes, de los familiares y de los desaparecidos encuentran una particular validación y una singular catarsis.

El texto de la justicia es performativo y su importancia es precisamente esa: lo que dice un juez en una sentencia es una “verdad” que la sociedad espera. Por eso es imprescindible que esas voces que suenan en las audiencias cuenten la historia. Los sobrevivientes, los familiares no tienen sólo el deber de testimoniar, ante todo tienen el derecho de dar un relato que resignifique la trama histórica y permita dar encarnadura a ese texto, a esa verdad.

Julián López es poeta y novelista. Una muchacha muy bella es su primera novela. Desde 2006 integra el grupo de lecturas Carne Argentina. 

Azul Blaseotto es artista visual y completó su formación en Alemania. Coorganizó los primeros encuentros del Congreso Internacional de historietas y humor gráfico Viñetas Serias. 
 

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