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Por Natalia Biazzini y María Florencia Alcaraz / Fotos: Leo Vaca.
En marzo de 1976 Lidia La China Biscarte tenía 25 años y era madre de cuatro chicos. No militaba en ninguna organización política, pero era delegada gremial, en la parte de maestranza, de la construcción del puente Zárate-Brazo Largo. Un grupo de tareas la secuestró en su casilla de la zona del puerto de Zárate. La confundieron con otra China, una líder regional del PRT que llevaba el mismo apodo. La China pasó por más de cinco centros clandestinos de detención. La torturaron y golpearon durante 35 días para sacarle información que no tenía. También la violaron. Muchas veces. Nunca pudo contárselo a sus hijos. Tampoco a la Justicia. Tardó 37 años en decir la palabra “violación” ante un Tribunal. “Fue feroz el uso de la picana en los órganos sexuales. A mí me quisieron destruir como mujer y como persona”, dijo Biscarte a Infojus Noticias. Los hijos de La China supieron que a su madre la habían violado cuando la escucharon declarar en mayo del año pasado ante el Tribunal Oral Federal de San Martín. “Empezaron a pasar de a uno. Con las compañeras fuimos violadas varias veces. Me picanearon en los pechos y la vagina. Estábamos en el infierno”, dijoLa China a los 62 años. En la sala la escucharon en absoluto silencio.
Eva Orifici tenía 24 años cuando fue secuestrada junto a su marido en su casa de Del Viso, en marzo de 1976. Militaba en la Juventud Peronista y era delegada gremial en una escuela. En el centro clandestino “Arsenal de Zárate” conoció a la China Biscarte. Orifici explicó por qué es importante hablar de los delitos sexuales: “Todos hablábamos de la desapariciones, de la tortura, pero faltaba hablar de los abusos sexuales y empezamos a trabajar con las demás compañeras en profundizarlo. Nosotras sabíamos que nos había pasado a todas. Les pasó a compañeras aún embarazadas. Eras como un botín para ellos, te podían torturar, te podían lastimar, pero también te podían violar”.
En los juicios de lesa humanidad se incluye a los delitos sexuales cometidos en los centros clandestinos de detención dentro de la categoría de “tormentos” o “torturas”. No se los ha diferenciado, dejando de lado figuras específicas que el Código Penal prevé para estos abusos. A pesar de que en los testimonios de las víctimas aparece la saña particular con los genitales o la desnudez forzada, sin distinción de género. Solo cuatro sentencias han condenado a represores por delitos sexuales: la primera fue en Mar del Plata, en 2010. Un tribunal condenó a Gregorio Rafael Molina a prisión perpetua por los crímenes cometidos en “La Cueva”, que funcionó en la Base Aérea de esa ciudad. Las mujeres que pasaron por ese centro clandestino lo recuerdan por sus sistemáticas violaciones. “Cuando ese hombre de uniforme me violaba, era la Patria la que me violaba”, declaró una de las testigos en el juicio. Molina ya murió. A la de Mar del Plata le siguieron condenas en Santiago del Estero, Mendoza y la última en San Juan. Ninguna de estas sentencias está firme.
En 2008, el juez Juan Yalj, del Juzgado Federal Nº 2 de San Martín, condenó a prisión perpetua a Santiago Riveros, jefe de la Jurisdicción de la Zona 4, a cargo del Comando de Institutos Militares, con asiento en Campo de Mayo. Los querellantes pidieron que se condene a Riveros por violaciones, pero Yalj consideró que habían sido “eventuales y no sistemáticas”. A través de un amicus curiae distintos organismos intentaron demostrarle al juez lo contrario. “Bastaba con que el ataque estuviera enmarcado dentro del plan sistemático. Un solo robo, una sola violación en el marco de ese plan tiene que ser considerado delito de lesa humanidad, según la jurisprudencia internacional”, explicó Susana Chiarotti Boero, abogada y directora de Instituto de Género, Derecho y Desarrollo e integrante de la red del Comité de América Latina y el Caribe para la Defensa de los Derechos de la Mujer.
La decisión del juez Yalj movió aguas estancadas. Un grupo de mujeres, desde distintas disciplinas, puso en relieve la necesidad que se juzgue por separado los delitos contra la integridad sexual. “Es importante visibilizar la violencia contra las mujeres, en esos contextos, como un crimen grave. Porque todo aquello que queda impune, después se repite. Si la violación queda comprendida dentro de la tortura, no se puede visibilizar”, dijo Chiarotti.
Desde una perspectiva jurídica, la abogada y representante de víctimas del terrorismo de Estado Ana Oberlin explicó las diferencias entre torturas y delitos contra la integridad sexual: “Tienen un punto en común que es la afectación contra la dignidad humana. Pero los delitos contra la integridad sexual tienen que ser diferenciados, porque están tipificados en el Código Penal y no aplicarlos implica invisibilizar y desconocer su particularidad. Tienen un componente netamente sexual que los distinguen de otros tormentos”.
También desde el punto de vista psicológico tiene una explicación la necesidad de una condena particular. “La posibilidad del proceso de Justicia propicia una respuesta para las víctimas. Hay una oportunidad de reparación. Que las instituciones del Estado nombren eso que le hicieron como un delito posibilita reordenar las responsabilidades de lo que pasó. Ayuda a procesar las dudas, la culpa y las acusaciones que pesan sobre ellos. Para la reparación, cada víctima hace su recorrido individual pero como experiencia colectiva lo ideal es que el Estado responda”, explicó a Infojus Noticias la psiquiatra Laura Sobredo, que trabajó con víctimas de violación.
Para Chiarotti la necesidad de que se juzguen los delitos sexuales está relacionada a la coyuntura. “En estos 30 años se construyó un relato social que justifica a la víctima. Las mujeres se sienten más empoderadas para hablar, porque está en agenda la violencia de género. Ahora tenemos la oportunidad histórica de que se juzguen a los represores por los delitos sexuales que cometieron. Porque el día que terminen estos juicios no se los podrá volver a juzgar y tampoco se sabe si va a continuar un gobierno que le de tanta importancia a los derechos humanos. Es ahora o nunca”, dijo.
“Me levantaban de los pelos para volver a golpearme”
A principios de mayo pasado, Patricia Salvatierra declaró por primera vez ante la Justicia la odisea que sufrió cuando fue secuestrada en la ESMA en 1976. Lo hizo frente al Tribunal Oral Federal N°5 de Comodoro Py. Tenía sólo trece años cuando se la llevaron de su casa de Don Torcuato. “Me sentaron en un banco y de los golpes que me daban me caía al piso. Me levantaban de los pelos para volver a golpearme. Me tiraron al piso, me sacaron la ropa y me picanearon”, dijo. En un momento los recuerdos no la dejaron continuar. El silencio ocupó el espacio de la sala. Había algo que Patricia no podía poner en palabras. El fiscal tampoco preguntó ante lo no dicho. Cuando salió de la audiencia, rompió en llanto. Se había acordado cómo la habían violado en reiteradas oportunidades.
La violencia sexual muchas veces no puede ser verbalizada por las víctimas por variados y diversos motivos. “Hay miedo, vergüenza y culpa. No quieren hablar por miedo a ser estigmatizadas. Muchas tardaron 30 años en contarlo. Otras todavía no se animaron”, explicó Oberlin. “Hay una latencia en la aparición de los testimonios porque la violencia sexual es parte de un hecho traumático y es normal que se retrasen esos relatos”, aportó Sobredo.
Otro de los motivos por los cuales estos testimonios eran silenciados por las víctimas está relacionado con la mirada de otros sobrevivientes. “Está la acusación de traición. Y esa culpa es muy terrible de sobrellevar. Muchas mujeres que eran violadas eran sospechadas de que esa situación les traía algún beneficio. Sin embargo, si uno ve la causa ESMA, donde la servidumbre sexual era más estable, muchas de esas mujeres están todavía desaparecidas”, agregó Sobredo.
En el caso de los hombres resulta aún más difícil encontrar relatos de la violencia sexual sufrida. “Los hombres eran violados o escuchaban cómo violaban a una compañera. Pero son los que menos se animan a contar, por el miedo y la estigmatización”, dijo Oberlín. Para Sobredo hay una diferencia en cómo procesan este daño mujeres y varones. “Es una herida narcisista mucho mayor. Cualquier cuestión que al hombre lo ponga en una posición femenina lo pone en un lugar de pérdida de su masculinidad”, apuntó.
Una violación se considera como tal con cualquier tipo de objeto. “En los casos en los que no había penetración con un pene, muchas víctimas creían que no era violación. Hubo una chica detenida a los 16 años en Rosario que nos dijo que no había sufrido violencia sexual. Después contó que cuando entraron a su casa le partieron el camisón y le pusieron una 9 mm en la vagina”, relató Chiarotti. Y contó otro caso: “En Chaco un hombre contó que le metieron un crucifijo en el ano y le dijeron: ‘Ahora te va a coger Dios’. Eso no lo había contado. No lo consideraba violencia sexual”.
La violencia sexual no distinguía género
Cuando se habla de delitos contra la integridad sexual es común que se ubique en el lugar de víctimas a las mujeres, y en el de victimarios a los hombres. Los represores eran, en su mayoría, varones. Pero la violencia sexual no distinguía género en los centros clandestinos. Sobre este aspecto hay miradas encontradas. Chiarini cree que el mensaje disciplinador era claro: “Para las mujeres, la violencia sexual era una de las formas de destruirla. Les decían: ‘Ustedes transgredieron varios mandatos de género: no solo no se quedaron en sus casas siendo madres, sino que tomaron las armas’”. Oberlin entiende a la violencia sexual “como una herramienta más para destrozar las subjetividades de los detenidos”.
La psiquiatra Sobredo planteó que este tipo de violencia sexual no es equiparable a los casos de violencia de género actual, donde hay una intención de disciplinamiento. “Hacerlos vivir durante muchos meses desnudos, manoseados, violados o con la amenaza permanente de que eso suceda, es pretender que ya no quede nada humano en esas personas. Pero en el orden del centro clandestino rebasa todo. No responde a las lógicas del patriarcado”. Y agregó: “Cuando los picaneaban en los genitales les decían: ‘Ahora no vas a poder tener más hijos’”.
Lorena Balardini, socióloga del CELS que estudió los abusos sexuales en los centros clandestinos, señaló que la Justicia no es capaz de escuchar lo que están diciendo las víctimas. “Cuando se retomaron los juicios veíamos que los operadores judiciales no preguntaban sobre estos temas y, ante el surgimiento espontáneo del testimonio de estos hechos, no había reacción alguna. Si lo estaban diciendo es porque querían que se supiera y que se condenara por eso. No es lo mismo una tortura con picana que una violación sexual”, explicó a Infojus Noticias.
Oberlin señala que muchos jueces y juristas consideran que los delitos contra la integridad sexual son delitos por mano propia, nada más pueden ser condenados quien los comete. “Los operadores judiciales tienen tendencia a descreer en la palabra de las mujeres que van y denuncian. Esto tiene que ver con que el poder judicial reproduce el patriarcado a nivel general”, explicó Oberlín.
En palabras de Sobredo, estos juicios ofrecen una posibilidad de reparación que los sobrevivientes llevan en sus cuerpos. “Existen secuelas psicológicas siempre y están vinculadas a la imposibilidad de despegar esa parte del cuerpo de la experiencia de la tortura. Hay mujeres que cuentan que nunca pudieron volver a armar una pareja como antes. Otras que tuvieron enormes dificultades en los partos de sus hijos”, explicó la psiquiatra.
La China hoy puede poner en palabras lo que le pasó. Sabe que su relato es necesario para la búsqueda de Justicia. Quiere “que se entere el mundo”. “Me acuerdo de todo lo que hicieron en mi cuerpo -dijo-. A mí me faltan pedazos del cuerpo, me rompieron toda la boca, los pezones. Pero no pudieron con nosotras, porque no somos como ellos”.
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