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17-10-2015|8:02|Lesa humanidad Nacionales
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Trabajadores víctimas del terrorismo de Estado

Desaparecidos de YPF: "Ese pueblo, casi ypefiano, no me abandonó nunca"

Jorge Santillán era dirigente gremial en YPF en General Mosconi. Su cuerpo apareció dinamitado. La lucha de Irma Prado, su esposa, logró que en 2013 fueran condenados 17 militares. Esta semana, YPF le restituyó a la familia su legajo reparado.

  • Sol Vazquez.
Por: Laureano Barrera

Hay dos detalles que Irma Prado de Santillán nunca olvidará de la madrugada del 10 de agosto de 1976: cinco capuchas verdes —“un muy bonito color verde”— y los cinco pares de botas a los que se aferró desde el piso más de una vez, en las casi dos horas de forcejeo con los secuestradores de su esposo, Jorge René Santillán. “Teníamos cuatro hijos. Rosa de 7, Silvio de 6, la menor de 3 y la beba que había nacido hacía dos meses. Sabíamos que iban a ir, tal vez que nos iban a revolver la casa, pero nunca pensamos que iba a pasar eso”.

“Eso” es la forma indefinida que Irma encuentra para nombrar la desaparición de su esposo, un dirigente gremial que trabajaba en YPF y lideraba la regional de la Juventud Peronista (JP). La mujer –baja, pelo canoso, piel oscura y cuarteada por el viento del altiplano— lo recuerda 39 años después, hablando con Infojus Noticias en el hall alfombrado del edificio de la empresa petrolera en Puerto Madero, hasta donde llegó con su hijo Silvio. Viajaron miles de kilómetros para recibir el legajo reparado de Jorge. Fue en un acto que congregó esta semana a 42 familias ypefianas unidas por la tragedia: sus padres, maridos, o hijos fueron asesinados o desaparecidos por la dictadura militar, y en el motivo de desvinculación se leyeron durante cuatro décadas las fórmulas “abandono de servicio” y “fallecimiento”. El Directorio de YPF decidió agregar nuevas fojas con la verdad histórica y entregar una copia a los familiares.

Despido y desaparición

El 1 de julio de 1976, Jorge Santillán recibió el telegrama de baja de la empresa. Era un golpe muy duro: no sólo porque su padre había abierto el camino en la compañía en uno de los pueblos más emblemáticos —General Mosconi—alrededor de la firma estatal, y sus hermanos trabajan también allí, sino porque en ese lugar conoció a su mujer. “Yo estaba estudiando en Jujuy, y volví a Tablillas, un campamento de la empresa donde le habían dado casilla a mi padre, que también era ypefiano, y ahí, en un baile, me conocí con él”.

Santillán era uno de los gremialistas más combativos de la empresa, y además tenía responsabilidades en la JP. A medida que sus tareas crecían, el riesgo también, y le pidió a Irma que dejara el gremio, donde ella también había empezado a “activar”. “Mi esposo, que sabía lo que podía pasar, me pidió que me apartara un poco y me quedara con los chicos. Mi suegra un día le preguntó por qué seguía en esa política tan peligrosa. Le respondió que no le importaba porque sabía la mujer que tenía al lado, que a sus hijos los iba a criar bien”. El 10 de agosto de 1976, 40 días después de la baja, a las dos y media de la mañana, tocaron la puerta de los Santillán. Se levantó Irma con el salto de cama puesto: era la policía, dijeron. Venían a hacer una requisa.

—Cuando abro la puerta me meten una cachetada que me tira al piso, y escucho que dicen ‘a vos te queremos agarrar, hijo de puta’. Eran cinco personas. Llevaban capuchas de color verde, muy bonito el color verde. Después supe, por policías amigos, porque era de la cooperadora policial, que eran del Ejército. Además, luchamos como dos horas y media y yo me agarraba de las botas. Mis hijos de seis y siete años también. Mi mamá, que vivía con nosotros, estaba a los gritos. No sabés cómo lo golpearon con lo que, después me enteré por algunos cargadores que encontré, eran itacas. Tanto que yo ya pensaba cuánto tiempo iba a pasar para que se recuperara de esos golpes. A mí me desnudaron golpeándome y arrastrándome. Tenía 32 años y el pelo largo. Los vecinos llamaron a la policía y no fue, a pesar de que vivíamos a dos cuadras y media. Después me contaron que pasaron por la comisaría y les dijeron que no se metieran porque si no también la iban a ligar ellos.

Irma quedó desnuda de tanto forcejear. Cuando se levantó del piso, después de los golpes de los intrusos, ya lo tenían a él. Lo quisieron meter en el baúl, pero Jorge se resistió y no pudieron. Al final lo empujaron a la parte de atrás.

—Y se lo llevaron. Se lo llevaron— repite ahora la mujer. Jorge era un hombre muy conocido en el pueblo. Sus compañeros salieron a buscarlo en camionetas y con choferes de la empresa.

—¿Nunca más supo de él?

—Como yo en esa época era espiritista, hice una sesión y ya sabía que estaba muerto. Por eso encontramos su cuerpo, camino a Cambuco, en un lugar que tiene cerros de un lado y el precipicio con 40 metros de profundidad y un arroyo, del otro. Estaba sólo la parte del torso que fue para el cerro, la otra se desintegró o cayó encima de las lianas. Los compañeros, los amigos, los vecinos, llevaron cañas huecas, pero no lo pudieron encontrar. Lo único que hallaron fue un poco de cabello y una costilla, que enterramos allí, donde lo encontramos. En el juicio me enteré, por el doctor que había hecho la autopsia, que le habían puesto cuatro dinamitas del tamaño de los rollos de servilletas. Una no explotó: tuvieron que llamar al Ejército para que la desactive. Los compañeros le hicieron una hermosa cruz, con un corazón y una dedicatoria, una covachita para descansar.

La salvación y la lucha

Después de la desaparición de Jorge, Irma quedó muy afectada. “Tuvieron que internarme, porque hasta quise asesinar a dos de mis hijos”, confiesa la mujer. Recuerda que en Salta sufrió internaciones durante doce años, le dieron psicofármacos, le pusieron “unas gomas” y le “tiraban corriente”. “A mí me salvó la Iglesia Evangélica, Dios hizo en un pestañeo lo que no pudieron los mejores psiquiatras de Salta”, cuenta. La trasladaron a la capital de la provincia, al área de supervisión médica. Allí trabajó hasta que cerró la sede, con la privatización.

A simple vista, esa mujer pequeña, con la cara curtida y el andar calmo, podría parecer una mujer débil, sumisa. Sin embargo es todo lo contrario: por una denuncia suya, se inició una investigación judicial que terminó en diciembre de 2013 con la condena a prisión perpetua contra el general retirado Héctor Ríos Ereñú, que había sido jefe Mayor del Ejército durante la presidencia de Raúl Alfonsín. Junto con él fueron condenados a la pena máxima otros seis militares, y otros diez fueron sentenciados a penas más leves.

La justicia determinó que el auto en el que lo secuestraron partió hacia Tartagal. Y que su cuerpo acribillado fue dinamitado por una carga de gelamón. El mismo explosivo con el que ya habían intentado desaparecer a sus compañeros secuestrados Pedro Urueña y Menena Montilla.

La vuelta a casa

—Yo iba al pueblo, pero durante 38 años y 10 meses no había podido volver a mi casa.

Irma se la había prestado a un sobrino, y hasta la había donado para que pusiera una sede la Iglesia Evangélica. Hace un tiempito, su hija menor se casó y decidió volver a habitarla. De ahí se habían llevado para siempre a su padre. Irma la acompañó para hacer unos arreglos, y se quedó viviendo dos meses. Fue enorme la sorpresa que se llevó.

—La gente me reconocía por la calle, después de 39 años, y me decía ‘Irma, qué bello que hayas regresado a casa. No está Jorge, pero estás vos’. Una señora vino hasta casa, una tarde, y me dijo: ‘vengo a darte a vos las gracias que sos la esposa de Santillán porque no se las puedo dar a él. Cincuenta años cumplió mi hija el mes pasado, gracias a que él prestó el auto para que la llevemos grave a Salta’.

Irma lo recuerda despacio. El bullicio de la ciudad es el telón de fondo, lejos de su Mosconi natal. Se le llenan los ojos de lágrimas, y agrega:

—Es como yo digo: ese pueblo, casi ypefiano, no me abandonó nunca.

LB/LC

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