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17-5-2013|19:55|Lesa humanidad Nacionales
Perfil de Jorge Rafael Videla

Un dictador al servicio de la muerte y el poder económico

Fue el símbolo de la dictadura que desapareció y asesinó a treinta mil personas. Zafó muchos años de la Justicia, pero ahora estaba cumpliendo condenas a perpetua. Murió sólo, en su celda del penal de Marcos Paz. Será enterrado sin honores.

  • Videla reunido con Massera y Agosti, la primera junta militar de la dictadura. Télam.
Por: Raúl Arcomano
Solo, en su celda. En una pieza de una cárcel común, la de Marcos Paz, como lo había dictaminado la Justicia. En la misma prisión en la que seguía recibiendo la comunión todos los domingos: el que acercaba la hostia a su boca era su vecino de celda, el ex capellán Christian Von Wernich, también reo del pabellón de “lesa”. Solo, en su celda, murió hoy a las 8.25 Jorge Rafael Videla. Tenía 87 años, dos condenas a perpetua por cumplir y una decena de juicios por afrontar (ver adjunto). Fue el símbolo del terrorismo de Estado. El dictador más brutal que tuvo la Argentina se fue de este mundo. Sin confesar sus delitos. Sin decir dónde están los desaparecidos. Sin dar información sobre el plan criminal que encabezó en los días más oscuros del país. 
 
"Los militares en el poder son más peligrosos: mienten más y roban más, porque se levantan más temprano", declaró alguna vez el genial escritor Eduardo Galeano. Videla se levantó temprano toda su vida. Así, había logrado hacer carrera en el Ejército y llegar al grado máximo de teniente general. “El Ejército, brazo armado de la Nación, debe parecerse a un león listo para la pelea, pero encuadrado en la jaula dorada de la disciplina, cuyos barrotes son la ley y los reglamentos”, declaró en 1974. Meses antes del golpe había sido nombrado comandante en jefe del Ejército. Lo designó la Presidenta que luego derrocó, María Estela Martínez de Perón. Al parecer, la disciplinaque mencionaba tenía que ver con el reglamento militar y no con la Constitución.
 
“El militarismo supuestamente despolitizado, el profesionalismo ascético de Videla, con una foja de servicios intachable, consistía en la negación del sistema político y de la sociedad civil como instancia superior o, siquiera, como interlocutora central del poder militar”, analizaron María Seoane y Vicente Muleiro en la monumental biografía El dictador, más de 600 páginas sobre la historia secreta y pública de Videla. La esencia del poder, para Videla, era la negación del parlamentarismo y de la autonomía del poder político. Lo dejó en claro el año pasado, cuando le concedió una entrevista al periodista Ceferino Reato, publicada en forma de libro con el título Disposición final. Dijo ahí el genocida cuáles fueron los objetivos de la Junta Militar tras el golpe: “Disciplinar una sociedad anarquizada. Con respecto al peronismo, salir de una visión populista, demagógica. Con relación a la economía, ir a una economía de mercado, liberal. Queríamos también disciplinar al sindicalismo y al capitalismo prebendario”
A Videla se la había soltado la lengua el último tiempo. Antes de Reato, había hablado frente al grabador de un manso y condescendiente periodista español de la revista Cambio 16.
 
En el libro de Reato, Videla describe en forma detallada el método utilizado durante la represión ilegal. Es más, justifica el uso de la tortura y destaca la influencia de la llamada doctrina francesa en la lucha contra la guerrilla. Y reconoce un dato ya conocido: el del apoyo civil al golpe y a la dictadura. “(Los empresarios) se lavaron las manos. Nos dijeron: ‘Hagan lo que tengan que hacer’, y luego nos dieron con todo. ¡Cuántas veces me dijeron: ‘Se quedaron cortos, tendrían que haber matado a mil, a diez mil más!’.” Se sabe que fueron más: treinta mil.
 
Los uniformados liderados por Videla habían llegado a sangre y fuego al poder,  apoyados por sectores civiles, por el establishment  económico y por los Estados Unidos. “Si tienen que hacer ciertas cosas, háganlas rápido y vuelvan lo antes posible a la normalidad”, le había dicho Henry Kissinger al interventor militar en la Cancillería argentina, en junio del ’76. Estados Unidos daba vía libre para la represión que ya había empezado: se había dividido al país en cinco zonas antes del golpe. El jefe de cada uno de esos territorios ordenó entre enero y febrero la confección de las listas de personas que debían ser detenidas inmediatamente después del derrocamiento de Isabelita. La mayoría de los muertos y desaparecidos proviene de esas listas. 
 
Videla le admitió a Reato que la dictadura mató a “siete mil u ocho mil personas”. “Debían morir para ganar la guerra contra la subversión”. Y dijo que  hicieron desaparecer sus restos para no provocar protestas dentro y fuera del país. “Cada desaparición –dijo Videla– puede ser entendida ciertamente como el enmascaramiento, el disimulo, de una muerte. Era el precio a pagar para ganar la guerra contra la subversión y necesitábamos que no fuera evidente para que la sociedad no se diera cuenta. Había que eliminar a un conjunto grande de personas que no podían ser llevadas a la Justicia ni tampoco fusiladas”. Lo mismo había dicho en El dictador: “No, no se podía fusilar. La sociedad no se hubiera bancado los fusilamientos. Y señaló la complicidad de los decretos del presidente interino Ítalo Luder.  “Nos dan licencia para matar. Desde el punto de vista estrictamente militar no necesitábamos el golpe; fue un error”.
 
Comandó la primera junta militar junto con Emilio Eduardo Massera y Orlando Agosti desde el 24 de marzo de 1976. Ese día cumplía años su hijo menor. Estuvo cuatro años en el poder. Los más duros. Lo sucedió en 1981 Roberto Eduardo Viola. Los dos eran de la misma promoción: integraban la Infantería, habían estado en el Colegio Militar, en la Escuela Superior de Guerra. Se llevaban bien, pero no fueron amigos. “Teníamos una relación surgida de la función. Yo era el Ejército y Viola la política”, dijo en 1998. Fue el mismo Videla quien llamó, dos meses antes del golpe, a quien sería la pata económica de la dictadura: José Alfredo Martínez de Hoz. El economista estaba de caza en África con Albano Harguindeguy, que sería después ministro de Interior. A Martínez de Hoz y Harguindeguy les gustaba cazar a cuchillo. Degollar a sus presas con las manos.
 
El primer soplo de justicia vino en 1985, con el Juicio a las Juntas. La causa 13 lo condenó por primera vez a cadena perpetua y le sacaron el grado militar por centenares de crímenes de lesa humanidad. El golpazo vino cinco años después: en 1990 el gobierno de Carlos Menem lo indultó a él y a otros jerarcas militares. Estuvo libre ocho años: en 1998, volvió a comparecer ante la Justicia en una causa por sustracción de menores. Era el único delito que quedaba fuera de la órbita del indulto. En esa causa fue procesado. 
 
En 2006 se declararon inconstitucionales las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Las leyes de la impunidad. Su cuerpo, ya viejo, empezó un largo y merecido recorrido por los tribunales. En los últimos años recibió dos perpetuas. La última, el año pasado. A 50 años por el plan sistemático de robo de bebés. En los juicios siempre repitió lo mismo: no reconoció a los tribunales, avaló el genocidio y nunca dio información sobre los desaparecidos. "Los Kirchner son lo peor que le pudo pasar a la Argentina", dijo el año pasado. Un berrinche porque la justicia por fin le había llegado. Actualmente, enfrentaba un juicio oral por el denominado Plan Cóndor.
 
Todavía no se saben los detalles de su muerte. Se cree que fue natural. Un paro cardiorrespiratorio, dada su edad. Igual se ordenó una autopsia como un trámite de rigor. Y para despejar dudas. Había nacido el 2 de agosto de 1925, en la ciudad bonaerense de Mercedes. En una familia castrense. Llevó los nombres de dos muertos: Jorge y Rafael, los hermanos mellizos que habían nacido tres años antes, y habían fallecido. Sus padres decidieron que su tercer hijo llevaría esos nombres. Los llevó  hasta el día de hoy.
 
En las próximas horas será enterrado. Sin honores.
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