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24-8-2015|18:30|Lesa Humanidad Nacionales
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Lo que dejó el torturador

“La muerte se llevó a quien la tuvo de aliada”

Así lo expresó Araceli Gútierrez, una de las mujeres torturadas por Omar “Pájaro” Ferreyra en Monte Peloni. La reflexión de los ex detenidos–desaparecidos y el palpitar de una ciudad que miró de reojo el fallecimiento de uno de los referentes del centro clandestino de detención que funcionó en Olavarría, durante la última dictadura militar.

  • Sol Vázquez
Por: Silvana Melo y Claudia Rafael, desde Olavarría

La muerte de Omar “Pájaro” Ferreyra fue gris y fría, como la mañana invernal del 23 de agosto en Olavarría. Tenía 65 años y un cáncer de esófago que se disparó durante el juicio que desnudó el aparato represivo en Monte Peloni. Fue, para sus víctimas vivas, un engranaje gris. Sin demasiada entidad más que la de ser parte de una estructura ideada, armada y puesta a rodar para el horror. Un tipo como cualquiera, que convivió naturalmente en una ciudad dura como el cemento hasta que el intendente de la democracia –Helios Eseverri, que asumió en 1983 y falleció, en el poder, en 2007– lo encaramó en la cima de un cargo público tan gris como ese hombre gris: director de Control Urbano. Desde allí, sin embargo, obtuvo la suficiente visibilidad como para que aquellos que sufrieron la crueldad de tantos anónimos –que se creyeron impunes y amparados para siempre en ese nicho de ilegalidad– lo revivieran y reconocieran como verdugo.

La ciudad amaneció como todos los días. Con la helada de agosto en los parques y la sensación extraña de que no había muerto cualquiera en el Hospital municipal. No hubo grandes movimientos en la casa velatoria. Lo que queda del “Pájaro” Ferreyra se convertirá en cenizas mañana, en el crematorio Loma de Paz.

Olavarría no cambió su ritmo habitual, que se acelera a media mañana. Ni tuvo tema excluyente en los cafés ni en las colas de los bancos. No hubo más que el bajo cero de la madrugada, el triunfo de Boca o el TC del domingo. Apenas los sectores más politizados y los militantes de las organizaciones de derechos humanos supieron de esa muerte y opinaron sobre ella en la intimidad o en las redes sociales.

No sucedió demasiado en la ciudad que el 5 de agosto del año pasado se sacudió desde las vísceras al conocer una verdad intestina: en Olavarría había crecido y vivido el nieto de Estela de Carlotto. El hijo de Laura. El pibe sencillo y campesino que tocaba el teclado. El que había sido entregado por el patrón de sus padres de crianza. Por ese hombre simpático, ruralista, amigo de los militares y parte del rústico establishment de Olavarría. La ciudad se estremeció, hizo un par de convulsiones, mostró sus partes más pudendas hacia afuera y, luego, se replegó, otra vez. Sus nombres fundantes quedaron a la vista de todos, sus complicidades y sus connivencias. Después del juicio, se apagaron las luces y todo volvió a su lugar.

Memoria de fuego

“La muerte se llevó a quien la tuvo de aliada”, sintetizó Araceli Gutiérrez en su perfil de Facebook. Después dijo a Infojus Noticias: “Mi primer impacto fue sentir ganas de llorar”. Ella fue la única mujer secuestrada en Monte Peloni y sufrió, más aún, por ser mujer. Torturada como se tortura a una mujer, avasallada y vejada. “Esa noche, me dijeron mis hijos, grité mal, como si fuera un presagio. Y después supe que se había muerto”.

Araceli apela a su propio cáncer para dejar en claro que no festeja el de nadie. Esa enfermedad que también es un monstruo impiadoso que se llevó al “Pájaro” pero que a ella le dio cuerda para que tire todavía, porque hay demasiado para luchar, tanta vida por vivir.

Omar “Pájaro” Ferreyra fue sargento del Ejército en el Regimiento de Caballería Blindada de Olavarría, durante la oscuridad más densa que vivió la ciudad. En Monte Peloni, el centro clandestino donde más de veinte militantes fueron secuestrados y torturados, vivió su etapa más brillante como represor. Y fue condenado a prisión perpetua en diciembre pasado, por dos asesinatos y por el secuestro y la tortura del resto. Su nariz prominente y en punta le valió el apodo que lo siguió hasta la muerte. Durante el juicio, su aparato digestivo comenzó a rebelarse. Hasta sangrar, en un momento clave.

Osvaldo “Cacho” Fernández guarda un dolor al que califica de “eterno”. No sólo mantendrá para siempre, en la memoria de su piel, el olor de la tortura sino que la mitad de su corazón está amarrado a su hermano muerto. El asesinato de Jorge Oscar “Bombita” Fernández –se habían llevado a los dos en la misma noche de setiembre de 1977– fue uno de los crímenes por los que se condenó a Ferreyra. “Es un nadie en esta estructura represiva. Formó parte funcional, se creyó impune y, al final, la justicia le llegó como a tantos”, declaró a Infojus Noticias, en una tarde en la que el sol se anima a quitar algunas penas. Por Fernández siente “el rechazo lógico del que fue un victimario, que se aprovechó de la debilidad de la gente, que le tocó elegir y eligió lo peor”.

Coincidió con Araceli Gutiérrez en la “poca entidad” del Pájaro. En que se convirtió en un emblema sólo cuando Helios Eseverri, intendente eterno de Olavarría, lo convirtió en funcionario público y le dio una visibilidad que lo condenó. “Ni siquiera era un ideólogo, era malo porque sí”, definió Araceli. Y apuntó Chacho: “Fue parte constitutiva de una estructura que dañó muchísimo, que contribuyó al secuestro, a la tortura y a la muerte”. En diciembre, cuando llegaron las condenas, Osvaldo Fernández lloró. Intensamente. “Fue la emoción de la justicia”, dijo. Lo que queda es “el dolor irreductible”.

Ferreyra tenía 65 años. Poco más que sus víctimas. Durante las audiencias del juicio, su enfermedad se disparó y quedó brutalmente desnuda luego de la declaración de Cacho Fernández. Él mismo quiso estar en ese tramo de la audiencia, aunque ya no se sentía bien. Ferreyra había sido identificado por la familia Fernández como uno de los militares que iba a bordo de la F100 celeste en que los amos y señores del poder entregaron el cuerpo de “Bombita” en el cementerio municipal. Cuando terminó la declaración, el “Pájaro” se retiró. Un vómito imparable lo dobló en la sala contigua. Y ya no pudo volver.

La condena

En 2003, Helios Eseverri, a través de amigos comunes ligados al empresariado fundacional de la ciudad, había designado a Ferreyra al frente de la Dirección de Control Urbano. Algunos ex detenidos desaparecidos comenzaron a reconocerlo y la periodista Claudia Rafael, desde el diario El Popular de Olavarría, grabó en enero de 2004 su voz con un par de preguntas puntuales, que después fueron incorporadas a la denuncia original.

“¿Estuvo en Monte Peloni?”, le preguntó. “Si ustedes quieren saber algo, vayan al Regimiento y hablen con el Regimiento. Sobre esa época, no quiero hablar absolutamente nada porque ya es mi vida pasada”, respondió Ferreyra. No negó su pasado; simplemente, lo alojó en el baúl del ayer, el que cierra y olvida.

Todos los que estuvieron en Monte Peloni desfilaron frente al casette que rodaba y tiraba hacia afuera la voz del “Pájaro”. Lo reconocieron. Y comenzaron la prehistoria de su condena.

Néstor Kirchner había pasado por Olavarría como un terremoto de esperanzas, apenas cuatro días antes de ordenarle al general Roberto Bendini que bajara los cuadros de los represores del Colegio Militar. Helios y José Eseverri, actual intendente de Olavarría, acababan de sellar su adscripción al Frente para la Victoria. La visita de Kirchner estuvo ensombrecida por la presencia de Ferreyra en el gabinete municipal.

Luego, llegaría el programa Punto Doc, con Miriam Lewin y Araceli Gutiérrez persiguiendo a un patético Ferreyra que se escurría por los pasillos municipales. Su historia ya estaba definida. Eseverri lo mantuvo inexplicablemente en el cargo, a pesar de los pronunciamientos de la Provincia y la Nación. Por esos mismos días, Estela Barnes de Carlotto –sin saber que estaba a tan poca distancia del hijo de su hija– decía sobre la presencia de Ferreyra en el gabinete comunal: “Olavarría es una sociedad enferma”.

Finalmente, en 2009, fue detenido y trasladado a Marcos Paz. Eran la 19.30 de un frío día de junio cuando, con las muñecas esposadas y abrigado con un pullover estilo Bariloche, fue sacado de su casa por policías azuleños de la Policía Federal. Poco tiempo antes, había renunciado a la Dirección de Control Urbano alegando un dolor de rodillas.

SM/CR/LL

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