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Gabriel Pérez Barberá es juez de la Cámara de Acusación de Córdoba y profesor de Derecho Penal en la Universidad Nacional de Córdoba. Es integrante de Justicia Legítima. "La reforma al Código Procesal Penal de la Nación encontrará, en el nivel federal, a un Ministerio Público Fiscal que viene generando reformas estructurales internas de enorme envergadura", dijo.
El Código Procesal Penal de la Nación vigente es indefendible. Nació vetusto: cuando se sancionó en 1991 ya regían, en algunas provincias, ordenamientos procesales con la impronta básica del Proyecto que hoy busca reemplazarlo. Casi cinco lustros después, la situación, obviamente, sólo puede ser peor. Gracias a este código tenemos una instrucción a cargo de jueces en vez de fiscales (cuando el rol del juez es decidir, no investigar), una oralidad ilusoria y un sistema recursivo que, usado con habilidad, puede obstaculizar por años un juicio o una sentencia firme.
De modo similar que al Código Penal, también al Código Procesal Penal se lo fue retocando con parches a causa de sus innumerables defectos originarios, hasta convertirlo en lo que es hoy, un engendro incluso peor –por las incoherencias internas– que su versión inicial. Cuando pienso que ese código procesal penal, el que todavía hoy rige a nivel federal, es el que en su momento dejó afuera de carrera al denominado Proyecto Maier, me invade una profunda depresión.
La columna vertebral del Proyecto con el que hoy se busca modificar el procedimiento penal es, en efecto, aquel magnífico Proyecto de Julio Maier del año 1986. Los problemas que se hubiera ahorrado la justicia federal si este último hubiese sido sancionado son incalculables, como incalculable es el tiempo que el conservadurismo legislativo de comienzos de los años 90 hizo perder a una generación entera de operadores jurídicos. Frente a este panorama, es obvio que no puede ser sino una excelente noticia el impulso que la Presidente acaba de darle a esta nueva reforma legal, que busca alejar al procedimiento penal federal del ideario inquisitivo y colocarlo en la corriente acusatorio-adversarial.
Me permito, no obstante, algún pesimismo. El mal estructural del sistema penal (no sólo en Argentina) es su selectividad. Se persigue mucho lo fácil y poco lo complejo, y lo fácil, como todos sabemos, coincide en general con los delitos que cometen los pobres, y lo complejo con los delitos de los poderosos. Ya el derecho penal sustantivo contribuye a que esto sea así, pero la contribución de los sistemas procesales a esa selectividad es todavía de mayor peso. Y lo que más pesa, mucho más que la ley, es la práctica, el modo concreto de operar de los funcionarios judiciales. Como con tanta razón siempre lo ha puesto de manifiesto Alberto Binder, es la cultura inquisitiva de esos funcionarios lo que más precisa ser modificado, y eso no podrá generarse sólo en virtud de la nueva ley.
El Proyecto de reforma incluye, entre otras cosas, investigación preliminar a cargo de fiscales, oralización incluso de esa etapa preliminar, celeridad, abreviación del rito, simplificación de las impugnaciones y del sistema de nulidades, simplificación del juzgamiento de los casos de flagrancia, etc. También prevé formalizar el denominado principio de oportunidad, que permite seleccionar qué investigar y qué no, en función de criterios establecidos por ley. Todas estas herramientas, con un cuerpo de fiscales bien preparado y predispuesto para perseguir los delitos que más daño generan a la sociedad, como –básicamente– los delitos contra la vida, los graves delitos violentos y los delitos económicos o de cuello blanco, pueden hacer que esta nueva época procesal que se avecina signifique un verdadero avance positivo.
Pero si eso no sucede, si continúan las inercias para investigar casi excluyentemente lo fácil o lo débil, si el principio de oportunidad no se aprovecha para que el esfuerzo se concentre en lo complejo, si –como hoy– los casos de flagrancia (que son los casos de los pobres) siguen siendo casi los únicos que llegan a sentencia, entonces la celeridad, la abreviación del rito y las varias simplificaciones que se prevén sólo servirán para profundizar aquella selectividad y llevarla a niveles drásticos, como de hecho está sucediendo ahora mismo en algunos países de la región que han adoptado sistemas acusatorios con tendencia adversarial.
Pues la celeridad en la obtención de condenas derivará únicamente en cárceles más llenas de jóvenes pobres si ellos son los que siguen siendo perseguidos casi con exclusividad. Y si a eso se le agrega la continuidad de la práctica actual en el uso de la prisión preventiva, la situación puede devenir ya directamente en tragedia: más cárceles repletas de jóvenes pobres, con o sin condena, por un lado, y mantenimiento del statu quo en la persecución de la grave criminalidad organizada, por el otro.
Para finalizar, un guiño sincero al optimismo: hoy los tiempos no son los mismos que los que corrían a comienzos de los años 90. La reforma al Código Procesal Penal de la Nación encontrará, en el nivel federal, a un Ministerio Público Fiscal que viene generando reformas estructurales internas de enorme envergadura para quebrar esas inercias funcionales a la selectividad en la persecución penal. Encontrará asimismo a un Ministerio Público de la Defensa fortalecido como nunca, cada vez más autónomo en términos reales, y consciente de su rol institucional en el proceso, que podrá ayudar a equilibrar las asimetrías que las desventajas sociales generan en la eficacia de la defensa. Encontrará también muchos jueces más sensibles a la problemática de la selectividad. Y encontrará finalmente un cúmulo de políticas públicas en materia de derechos humanos y de ampliación de derechos que es de esperar genere un contexto que evite o por lo menos dificulte que una reforma bienintencionada termine siendo desnaturalizada por la resistencia solapada de los poderes fácticos de siempre.
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